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1La propuesta de una renta fiscal universal busca convertir el mínimo vital definido en el IRPF en una auténtica renta garantizada para asegurar a todos los ciudadanos un mínimo nivel de ingresos.
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2La propuesta de una renta fiscal universal debe ir acompañada de un período transitorio en el que las prestaciones sociales converjan progresivamente en el mínimo nivel de ingresos definido en el IRPF y tomado como referencia para establecer la cuantía de la renta fiscal.
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3Se necesitan soluciones que resuelvan la insuficiencia e ineficiencia de la gran mayoría de los mecanismos tradicionales de protección social.
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4La columna vertebral de esta medida es asegurar la libertad de todo ser humano para que pueda vivir y tomar decisiones en plena libertad.
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5Una crítica fundamental a nuestro sistema del bienestar es la desconexión entre el sistema de transferencias de renta y el sistema impositivo general sobre la renta. No tiene sentido que haya prestaciones por debajo del mínimo vital definido en el IRPF.
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6Es difícil pensar que una fórmula simple resuelva problemas complejos, por lo que esta propuesta marca más una dirección que un camino concreto y abre distintas posibilidades.
Una propuesta de presente y de futuro
La sociedad, más que nunca en mucho tiempo, demanda políticas sociales y de igualdad que den una respuesta eficiente a los diversos problemas y retos de la actualidad. Tras la mayor crisis de las últimas décadas, que ha dejado un poso de pobreza y desigualad estructural preocupante, y ante una revolución tecnológica que ya está en marcha y que plantea cambios trascendentales, es el momento de revisar nuestras políticas públicas y poner sobre la mesa nuevas herramientas que sean capaces de resolver los desafíos del presente y adaptarse a los retos que traiga consigo el futuro.
La propuesta que aquí se plantea es la de un crédito fiscal universal sobre la base de «convertir el mínimo vital, definido en el IRPF, en una auténtica renta garantizada, es decir, el mínimo nivel de ingresos que el Estado asegura a todos los ciudadanos por igual» (Sevilla, 1999). Un ingreso mínimo que garantice la libertad del ser humano, pues si no están asegurados los ingresos imprescindibles para cubrir las necesidades vitales, las decisiones de la vida no se toman con total libertad.
El funcionamiento de un crédito fiscal universal es sencillo y transparente. Definir la cantidad del mínimo vital no resulta fácil, pero un punto de partida es el «mínimo personal y familiar» que ya contempla nuestro IRPF –que es la parte de ingresos no sometidos a gravamen por ser la cantidad necesaria para cubrir las necesidades básicas– y al que, de forma gradual, deberían ir aproximándose el resto de las prestaciones de nuestro sistema de protección social. Una vez definida la cuantía de la renta mínima y el tipo de gravamen que aplicar, todo ciudadano tendría la obligación de presentar su declaración de ingresos; y si se decide contemplar en el mínimo vital incrementos en función de las circunstancias familiares, el contribuyente debería informar además de su situación familiar. A continuación calculamos la cuota del impuesto (ingreso por tipo impositivo) y al resultado le restamos la renta mínima garantizada, que es igual para todos. De esta manera, para los ingresos superiores a dicho mínimo, el impuesto será positivo (pagarán); mientras que para los ingresos inferiores será negativo (recibirán).
Conceptualmente, esta prestación parte de reconocer que, en la actualidad, ya existe un ingreso mínimo definido en el IRPF, definido a partir del del «mínimo personal y familiar», que se incrementa, además, con la devolución de rentas en función de la política tributaria de cada momento (por la compra de vivienda, por el número de hijos, etcétera). Se puede afirmar que en este momento en España ya existe una renta básica; el problema es que es incompleta, no equitativa y muy imperfecta, porque paradójicamente no solo no trata a todos por igual sino que trata mejor al que más tiene. Beneficia al que presenta la declaración, mientras que no ayuda a quienes no lo hacen, que son, precisamente, los más pobres.
La contradicción del sistema actual reside en que, al mismo tiempo que se reconoce un mínimo personal y familiar en el IRPF, nuestro sistema de protección social incluye una gran variedad de prestaciones cuyas cuantías varían mucho entre sí y, en algunos casos, son inferiores al mínimo contemplado en este impuesto y a algunas de sus deducciones. Uno de los ejemplos más sorprendentes es que mientras la prestación por hijo o menor a cargo se sitúa en 291 euros, el mínimo por descendiente en el IRPF es de 2.400 euros (por el primer hijo; la media por descendiente es de 3.132 euros), en tanto que las deducciones por maternidad por hijos menores de 3 años o la deducción por familia numerosa ascienden a 1.200 euros en ambos casos. Estos datos demuestran que no se está teniendo en cuenta un nivel mínimo que toda ayuda social debería garantizar. No tiene ningún sentido, poniendo otro ejemplo, que haya prestaciones no contributivas inferiores al mínimo del IRPF, pues este es un nivel mínimo que actualmente el Estado considera necesario para satisfacer las necesidades básicas. Si el Estado fija un nivel de renta necesario para la subsistencia, entonces ninguna prestación debería estar por debajo de este nivel. Si se atiende al gasto público, según la Memoria de Beneficios Fiscales de 2018 (Ministerio de Hacienda, 2018) la cuantía de gastos fiscales en el IRPF asciende a 34.825 millones de euros, frente a los 4.186 millones y 2.380 millones de euros destinados en los Presupuestos Generales del Estado (PGE) de 2018 a subsidios de desempleo y renta activa de inserción (RAI), y pensiones no contributivas, respectivamente. Esto es un ejemplo de redistribución no equitativa que, además, esconde una dinámica que intenta legitimar una menor actuación del Estado en política social y de igualdad.
Es necesario acabar con esta fractura de nuestro sistema del bienestar y con la paradójica independencia entre el sistema impositivo y los programas sociales dirigidos a los más pobres. «Nuestro sistema impositivo es independiente de los programas sociales de sostenimiento de rentas en favor de los más pobres», lo que da lugar a tratamientos regresivos y hace que este «modelo de redistribución no equitativa se inscriba en una dinámica entre pobres y ricos que intenta legitimar una menor actuación solidaria por parte del Estado» (Sevilla, 2002).
Lo que resulta llamativo es que se cuestione la redistribución a favor de los pobres, pero no la efectuada entre los no-pobres mediante deducciones y exenciones fiscales, que deben entenderse como una especie de crédito fiscal que el Estado les concede y del que están excluidos los más pobres que no presentan declaración de la renta. Una generosidad que supera a muchos programas de lucha contra la pobreza y ante la cual se escuchan pocas críticas. Esta propuesta de renta fiscal universal sería una buena herramienta para solucionar este problema y, en la línea de lo que señala la red Basic Income Earth Network (Red Global de Renta Básica) respecto a la renta básica, «se configura como un instrumento necesario que reconcilie la política social y la política económica». Una vez definida la cuantía de esta renta garantizada, podremos ir aproximando gradualmente el conjunto de prestaciones y mecanismos de política social contempla dos en nuestro sistema del bienestar al mínimo nivel de ingresos, igual para todos, que asegure la satisfacción de sus necesidades más básicas y, con ello, su libertad.
Otro de los problemas del sistema actual es que excluye a ciertos colectivos sociales. Hablamos de aquellos que no presentan declaración de la renta (que suelen ser personas en riesgo de pobreza y exclusión social), como se ha señalado anteriormente, y que, por tanto, no se benefician de los gastos fiscales otorgados por el Estado; aparte de que o reciben prestaciones inferiores al mínimo establecido en el IRPF o se quedan fuera de las mismas dada su condicionalidad (por ejemplo, por agotamiento del tiempo durante el que se tiene derecho a la prestación). Podemos hacernos una idea aproximada con el siguiente cálculo: frente a los 22 millones de activos, aproximadamente, cerca de 18 millones de personas presentan declaración de la renta, por lo que hay muchos ciudadanos que quedan fuera del sistema. Con una renta fiscal universal podríamos integrar a todos estos colectivos marginados del sistema, siguiendo la idea de la redistribución de Rawls: una sociedad justa debe procurar no solo una igualdad de oportunidades, sino también que sus miembros menos aventajados tengan el máximo beneficio posible.
Ha llegado el momento de abordar propuestas como la aquí planteada, que exige una revisión de nuestras políticas públicas y un profundo debate en un momento en el que el Estado y sus funciones parecen estar sometidos a una dieta constante, con presupuestos que reflejan un sector público pequeño e ineficiente. En estos momentos podemos hablar de una universalidad que garantiza la equidad en el acceso, pero es más que cuestionable que los ricos contribuyan en mayor medida a la financiación del sistema. En primer lugar, porque la progresividad del sistema se encuentra erosionada en la mayoría de los países ricos debido al trato favorable a las rentas del capital frente a las del trabajo –la fiscalidad sigue orientada hacia las rentas del trabajo, lo cual penaliza el crecimiento y el empleo (Bradford Delong, et al., 2018)–, a la fuga de capitales hacia países donde hay una menor presión fiscal y a la tendencia a disminuir la presión fiscal sobre los impuestos directos y desviarla hacia la imposición indirecta. Y, en segundo lugar, porque las tendencias privatizadoras de ciertos servicios públicos facilitan el acceso de los más ricos. Ello deriva en una erosión del Estado del bienestar tradicional, que tiende a romperse, cada vez de forma más evidente, en dos: uno privado para los ricos, con estímulos fiscales; y otro público para los menos favorecidos, con menor carga presupuestaria e impositiva para su financiación (Sevilla, 1999).
Por todo ello es más necesario que nunca defender las políticas sociales y redistributivas en un momento en el que, peligrosamente, son cuestionadas desde distintos sectores ideológicos por partidarios de una menor presión fiscal, que abogan explícitamente por la limitación o reducción de los niveles de solidaridad y progresividad del sistema, llegando a cuestionar principios de las tradicionales políticas de bienestar. Una tendencia común en los países ricos, donde la disminución de la brecha ricos-pobres en el último siglo y la consolidación de la clase media ha sido usada como argumento para reclamar una menor presión fiscal con fines redistributivos, especialmente en periodos electorales.
Cabe hacer aquí una mención especial al conocido concepto de «rebelión de los ricos», basado en la protesta de quienes perciben que su contribución a la sociedad a través de impuestos es superior a lo que reciben como contraprestación, ya que su nivel de renta, entre otros factores, les permite acceder a bienes y servicios privados. «La rebelión de los ricos adquiere valor político cuando una amplia parte de la sociedad que, además, es la que crea opinión, está en disposición de salirse de los deteriorados circuitos públicos en el uso de servicios como sanidad, educación e incluso pensiones buscando alternativas privadas de mayor calidad que, por su nivel de renta, pueden costearse», tal como ya se señalara en De nuevo socialismo (Sevilla, 2002).
Quienes sostienen este tipo de mensajes proclaman que hemos alcanzado un nivel de igualdad tal que ya no son necesarios tantos esfuerzos de redistribución; con ello se pierde el sentido de sociedad colectiva y se pone en cuestión la legitimidad de ciertas políticas. Pero tampoco es menos cierto que el rechazo a ciertas políticas redistributivas, en algunos casos, se deriva de la ineficacia de muchas de estas herramientas para paliar problemas como el de la pobreza estructural. Por esto es una exigencia la puesta en marcha de nuevos mecanismos que den respuestas eficientes. La potencia de la idea no reside tanto en si es complementaria o sustitutiva respecto a los instrumentos de redistribución actuales, sino en que permite contemplar las políticas públicas con unos ojos distintos. Pero lo que queda claro es que un crédito fiscal universal e incondicional implica cambios en las diversas herramientas de política social (pensiones no contributivas, subsidios desempleo, rentas mínimas de las CC.AA.) y en el IRPF (eliminación de deducciones, el mínimo personal y familiar pasaría a la cuota, etcétera).
Debemos avanzar hacia un modelo social y económico más equitativo, eficaz y transparente que resuelva problemas como la «trampa de la pobreza». Pero aun teniendo clara la definición y el objetivo de la medida, esta no deja de ser una propuesta abierta y flexible, que requiere un debate profundo y diverso, y cuya aplicación deberá ser gradual. Y, en dicho debate, deberemos prestar atención a la renta básica, pues aspectos de la propuesta de un crédito fiscal universal como su incondicionalidad o universalidad derivan de este mecanismo. Para la Red Renta Básica, esta medida se define como «un ingreso pagado por el Estado, como derecho de ciudadanía, a cada miembro de pleno derecho o residente de la sociedad incluso si no quiere trabajar de forma remunerada, sin tomar en consideración si es rico o pobre o, dicho de otra forma, independientemente de cuáles puedan ser las otras posibles fuentes de renta, y sin importar con quién conviva. En menos palabras: una renta básica es una asignación monetaria pública incondicional a toda la población». En el mismo sentido, la Basic Income Earth Network señala que «una renta básica es un pago periódico incondicional para todos las personas de forma individual, sin tener en cuenta los recursos o el empleo».
Si bien debemos cumplir con el mandato constitucional de garantizar a todo ciudadano la asistencia y las prestaciones sociales suficientes ante situaciones de necesidad (art. 41 CE) y que el gasto público realice «una asignación equitativa de los recursos públicos, y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía» (art. 31.2 CE), una renta garantizada cobra una dimensión distinta. Va más allá de la vinculada meramente a su labor protectora o a su coste social o presupuestario, y se aproxima al campo de la libertad, desde el origen, de todo ciudadano como una forma de igualdad y de evitar futuras situaciones de pobreza y desigualdad. Si con ella aspiramos a facilitar opciones vitales reales, debe permitir, como mínimo, la subsistencia. Lo importante es que tenga una coherencia interna y esté en consonancia con otros elementos del sistema tributario.
Tres focos de atención
Al plantearnos por qué necesitamos revisar y actualizar las políticas existentes e introducir nuevos mecanismos de política pública como el aquí planteado, encontramos tres respuestas: garantizar la libertad del individuo, acabar con el poso de pobreza y desigualdad estructural, y dar respuesta a los retos de la revolución tecnológica que ya está en marcha.
Garantizar la libertad del individuo
No hablamos simplemente de una política de rentas dirigida a los más pobres para mejorar la eficacia y equidad del sistema. Esta propuesta va más allá y supone una renta universal para todos los ciudadanos que asegure su libertad individual para que sus decisiones de modelo de vida se tomen sin ningún tipo de condición o necesidad de subsistencia. Una renta que garantice la libertad, entendida esta como una condición imprescindible para la dignidad humana, el desarrollo individual, la igualdad de oportunidades, etcétera. «La universalización de la medida, en ese sentido, la haría independiente del nivel de renta del perceptor aunque, como efecto secundario, sirviera para aliviar las situaciones de pobreza» (Sevilla, 1999).
Esta renta fiscal universal, sin perder el aspecto redistributivo de las políticas basadas en la eficiencia y la equidad, pilares del Estado del bienestar, nos permite avanzar y salir del reducto de las «políticas para pobres». Por un lado, garantiza una sociedad más equitativa y justa combatiendo la pobreza y la desigualdad de forma integral. Y, por otro lado, permite pasar de una política meramente asistencial a una política integral que garantiza la libertad del individuo.
Hay que determinar también si esta ayuda pública debería exigir algún tipo de contraprestación por parte del perceptor, es decir, si debe o no ser totalmente incondicional. Pero si entendemos que una prestación de ingresos mínimos es un pilar para una sociedad que garantiza la subsistencia de todos los ciudadanos, entonces lo más coherente sería entenderla como un derecho de ciudadanía y, por tanto, incondicional.
Siguiendo lo expuesto en J. Sevilla (1999), existen argumentos a favor del carácter universal e incondicional de una medida como esta que proceden de una puesta en común de la teoría económica y de la filosofía política. El modelo de equilibrio económico general parte de una dotación inicial de recursos que es un legado del pasado y, a partir de ahí, se efectúan intercambios que generan un reparto de la riqueza distinto del inicial. Pero esa «predistribución» producida por el libre mercado puede no ser socialmente aceptada y motivar la intervención pública para su «redistribución». La propuesta es que dicha redistribución se lleve a cabo sobre el reparto inicial de la riqueza, que se determina como una variable exógena al modelo de equilibrio general. De esta manera, la separación entre funcionamiento del mercado y acciones de redistribución de la riqueza, cuando el modelo necesita que todos tengan algo de esa riqueza heredada del pasado, puede convertirse en un salario social garantizado e incondicional.
Una renta básica para todos, que asegura la libertad del individuo, parte de garantizar plenamente la igualdad de oportunidades y no la igualdad de resultados, como sí hacen muchos de los mecanismos sociales actuales. Con esta medida se busca un punto de partida por encima de la línea de la pobreza y un comienzo común para todos que asegure la igualdad antes de la redistribución del mercado y nos ayude, no a solucionar problemas y desigualdades ex-post, sino a evitar futuras situaciones de injusticia social actuando ex-ante.
Acabar con la pobreza y la desigualdad
Respecto al segundo objetivo, la crisis económica y las políticas puestas en marcha han dejado un poso de desigualdad, pobreza y descontento social que es necesario solucionar cuanto antes, pues se convierte en un caldo de cultivo para el avance de movimientos de ultraderecha, populistas, xenófobos, etcétera.
Muchas de las herramientas de redistribución y de política de igualdad se han mostrado incapaces de dar respuesta a los problemas como el desempleo de larga duración o de sacar de la pobreza severa a determinados colectivos. Por ello, revisar la gran cantidad de prestaciones o mecanismos redistributivos que tenemos, de manera que vayamos aproximándolos al mínimo vital que garantice la libertad de todos, es una buena manera de hacer frente a este grave problema, que constituye hoy una de las mayores demandas sociales y al que debemos dar respuesta tanto desde la suficiencia de recursos como desde la eficiencia con que estos se aplican.
Dar respuesta a los retos de la revolución tecnológica
La revolución tecnológica asociada a la digitalización, la automatización, la inteligencia artificial, etc. supone un cambio de paradigma y una nueva realidad para nuestra concepción de sociedad. Dicha revolución trae consigo cambios sociales, políticos, económicos, laborales e, incluso, de formas de convivencia entre los seres humanos. De hecho, van a surgir nuevas formas de relación entre los ricos y los pobres asociadas a la revolución tecnológica. Históricamente esta relación ha ido evolucionando desde una concepción pesimista basada en la «justicia divina», según la cual la pobreza no tiene otra solución que la caridad, pasando por un modelo de pobreza necesario para garantizar el nivel de vida de los más ricos, hasta una concepción que busca acabar con la pobreza como herramienta para incrementar incluso aún más la riqueza de los que más tienen.
Todo ello exigirá respuestas distintas desde las políticas públicas en términoscuantitativos y cualitativos. Si ya muchas de las herramientas tradicionales están siendo incapaces de atender problemas como el de la pobreza o el desempleoestructural, más complicado va a ser que den respuesta a los retos de la cuartarevolución industrial, como el riesgo elevado de digitalización del 36% del empleo en España (Doménech et al., 2018) o el impacto de la automatización para el34% de los empleos a partir de 2030 (PwC, 2018). Una realidad que ya anticipóJohn Maynard Keynes en su ensayo Posibilidades económicas para nuestros nietos (1930) cuando señaló que «estamos siendo afligidos por una nueva enfermedad (...): el desempleo tecnológico».
1. Objetivo: libertad real para todos
La propuesta aquí planteada la asociamos directamente al concepto de libertad, del que ya hemos hablado en el punto anterior, pero consideramos que, en cuanto eje vertebrador de esta propuesta de renta fiscal universal, merece un apartado completo. Una libertad entendida como la posibilidad de que los individuos puedan llevar adelante el proyecto personal de vida que deseen, sin condicionantes externos arbitrarios para que «las condiciones de la libertad permitan su disfrute efectivo, reduciendo la distancia entre el valor de la libertad para los individuos y la misma libertad» (Sevilla, 2002).
Esta propuesta de renta fiscal universal va en la línea de una renta universal que garantice la subsistencia de todo individuo por una cuestión de igualdad, lucha contra la pobreza y garantía de adaptar nuestras políticas a las nuevas realidades de la revolución tecnológica. Pero la columna vertebral de esta medida, su razón de ser esencial, es asegurar la libertad del ser humano. Garantizar, con una renta mínima universal e incondicional, que todo individuo disponga de los ingresos necesarios para vivir y tomar decisiones en plena libertad.
Y también va en la misma dirección de una renta básica incondicional como derecho de ciudadanía que parte de la necesaria libertad de todo ser humano para que este elija su opción de vida, lo que difícilmente se puede hacer si uno no tiene asegurado un mínimo nivel de renta. Una concepción de plena libertad desde el origen que debe ser total y que ya plantea Paul Lafargue en El derecho a la pereza. Nos encontramos ante una visión de política pública vinculada a la libertad, que implica dar un giro radical a nuestro actual modelo, ayudando a superar las limitaciones de ciertos mecanismos de igualdad más asistenciales o de protección frente a situaciones de necesidad y a acabar con el problema de exclusión de ciertos colectivos.
Esta concepción de libertad supone reconocer los mismos derechos a todos los ciudadanos. Desde el establecimiento de las libertades como el sufragio universal, pasando por la incorporación de derechos como la educación o la sanidad, gracias a la socialdemocracia, todos estos avances surgen del mismo principio: el reconocimiento de una igualdad de derechos a todos los ciudadanos con independencia de su renta y riqueza. Y ahora tenemos una oportunidad de proseguir en estos avances y abordar algunos de los problemas sociales que las políticas de igualdad son incapaces de resolver.
Si queremos garantizar la libertad de todo individuo, deberíamos pensar en una renta universal, para todos, e incondicional. La condicionalidad o no de las prestaciones es uno de los grandes debates que surgen, sobre todo, cuando se plantea el establecimiento de un ingreso mínimo o de una renta básica. Pero lo que no debemos olvidar es que, actualmente, ya hay servicios públicos incondicionales, como el derecho a la sanidad o a la educación, que no están condicionados a tener un determinado nivel de renta. Desde este punto de vista, no debería ser objeto de tanta crítica el hecho de plantear una renta básica incondicional. Sin embargo, como ya se expuso en De nuevo socialismo (Sevilla, 2002), el nuevo socialismo, comprometido con la idea de renta básica de ciudadanía como aspiración a medio y largo plazo para ampliar el espacio de la libertad efectiva, ofrece una aproximación en tres etapas: equidad en el tratamiento de lo existente (lo que significa que si el Estado define una cantidad mínima por debajo de la cual no se puede vivir, como ya hace en el mínimo personal y familiar del IRPF, ninguna prestación debe situarse por debajo de dicha cantidad); extensión a nuevos colectivos, y mantenimiento, con modificaciones de la condicionalidad, al estado de necesidad o a una contrapartida en forma de trabajo social, no necesariamente mercantil. Este último punto, no obstante, supondría un menor impacto de la renta de ciudadanía como contribución a la libertad efectiva.
David Casassas y Daniel Raventós (2018) señalan la libertad como la diferencia entre la renta básica y los subsidios condicionados. «La mera asistencia ex-post nos conduce irremediablemente a la pérdida de nuestra libertad efectiva. Cuando operamos ex-post, se nos obliga a acatar el statu quo (…). Pero nótese que, en ningún momento de este recorrido, hemos podido actuar como libres e iguales: en todo momento nos hemos visto obligados a hacerlo como sumisos suplicantes. En cambio, con la renta básica abrazamos la lógica incondicional de las medidas que entran en vigor ex-ante, como derechos de ciudadanía. Y garantizar la existencia material de entrada, “desde el principio”, por el mero hecho de ser moradores de un mundo cuya riqueza ha sido producida socialmente y conviene repartir sin exclusiones.»
Como señala P. Van Parijs (1996), maximizar la libertad real de los ciudadanos no es solo asegurar su capacidad de elección entre distintos bienes disponibles en el mercado, sino asegurar su libertad de elección respecto al proyecto de vida que quieren llevar adelante. Solo sintiéndose propietarios de sí mismos los ciudadanos tendrán libertad real de elección y ello exige que su subsistencia esté garantizada de forma incondicional, por lo que todo miembro de la sociedad debe contar con una asignación pública que le permita una subsistencia razonable, sin que haya ningún tipo de condición, con independencia de sus ingresos o de si está o no dispuesto a trabajar.
Y ello conecta con la concepción de Amartya Sen (2010), según la cual, lo importante es lograr la igualdad inicial entre las oportunidades de los individuos teniendo en cuenta su diversidad y no preocupándose tanto por la igualación de los resultados obtenidos. Como ha advertido recientemente la OCDE en su último informe sobre España, dado que «la acumulación de la riqueza requiere tiempo, el reciente repunte de la desigualdad de ingresos (…) puede propiciar, con el tiempo, una concentración aún mayor de la riqueza». Además, la igualdad de oportunidades no está funcionando como debería porque el ascensor social está averiado y solo ofrece una «limitada» movilidad social manteniendo a los hijos en las mismas posiciones que sus progenitores (OCDE, 2018).
Siguiendo con Amartya Sen, incluso quienes muestran escepticismo por la justicia redistributiva como Robert Nozick o por la igualdad en la posesión de bienes primarios, como John Rawls, sí «exigen igualdad en los derechos de libertad: que ninguna persona debe tener más derecho a la libertad que otra».
La libertad está estrechamente ligada a los límites de actuación o de elección de los ciudadanos. Como se pregunta Scott Santens (2017), si todos los ciudadanos recibiésemos 1.000 dólares por el mero hecho de ser ciudadanos, ¿qué haríamos? Y, es más, ¿qué no haríamos? La seguridad económica y la libertad positiva afectan a tus decisiones presentes y futuras, desde el trabajo que eliges, tus relaciones, los riesgos que estás dispuestos a asumir, etcétera.
2. Un debate cada vez más popular
La medida que aquí analizamos no es ni nueva ni exclusiva, sino que existen diversas propuestas en esta dirección. La idea de una prestación de ingresos mínimos o de una renta básica viene debatiéndose desde hace largo tiempo y ha sido tratada desde posiciones enfrentadas ideológicamente, suscitando apoyos pero también recelos incluso en ámbitos progresistas.
Thomas Paine ya apuntaba, el año 1797, en la dirección de una renta básica universal en su manifiesto Justicia agraria, en el que defendía que había que gravar las propiedades de la tierra para ofrecer a todos los ciudadanos mayores de 21 años, que no tuvieran terrenos en propiedad, un ingreso de 25 libras. A partir de ahí, han sido numerosos los economistas, muchos de ellos premios Nobel, que han dedicado su atención a esta cuestión, desde puntos de vista muy diferentes y con alternativas dispares.
James Meade propuso un «dividendo social o nacional» derivado del rendimiento de los activos productivos públicos. Para el economista, la solución no puede ser corregir ex-post los resultados desiguales, sino (re)distribuir ex-ante el valor del capital productivo, algo a lo que denomina «democracia de propietarios». Si suponemos que la propiedad del capital pudiera ser distribuida igualitariamente entre todos los ciudadanos de la comunidad, entonces el empleo se convertiría en una elección personal porque «los ciudadanos recibirían una parte sustancial de sus ingresos del capital» (Meade, 1964).
Un concepto similar al de Herbert Simon (2000), quien habla de un «capital social» que pertenece al conjunto de la sociedad y debe repartirse entre todos, por lo que el productor ha de obtener una pequeña parte de las ganancias y el resto tiene que gravarse con impuestos y redistribuirse como una renta básica universal incondicional.
Milton Friedman defendió en su libro, Capitalismo y libertad (1962), un impuesto negativo sobre la renta como un suelo «para todas aquellas personas en situación de necesidad, sin importar las razones, que dañe lo menos posible su independencia». Y Friedrich Hayek (1981) se limitó a apoyar una suerte de «suelo del que nadie tenga que caer incluso cuando no es capaz de mantenerse a sí mismo». Frente a estos planteamientos dirigidos a garantizar el perfecto libre funcionamiento de mercado y a limitar la intervención del sector público, James Tobin buscaba mejorar la vida de los más desfavorecidos y acabar con la pobreza en EE. UU., para lo que propuso en 1965 una renta mínima garantizada que mejorase los programas asistenciales estadounidenses.
Podemos destacar también a Anthony B. Atkinson (1995) y su impuesto de tipo único sobre la renta, y a otros firmes defensores de la renta básica como Jeremy Rifkin (1995), quien la define como la herramienta más efectiva para proteger a los trabajadores; o John Kenneth Galbraith, defensor del ingreso garantizado, que llegó a afirmar que «un país rico como EE. UU. bien puede permitirse sacar a todos sus ciudadanos de la pobreza».
Paul Krugman es otro de los influyentes economistas que se han interesado por esta cuestión. Para él, la única forma de mantener la clase media es garantizar a todos los ciudadanos un seguro social que no solo le permita el acceso a la sanidad, entre otros servicios, sino un ingreso mínimo que, dada la concentración cada vez mayor de los ingresos de capital en detrimento de las rentas del trabajo, debería pagarse a través de los impuestos sobre los beneficios o los ingresos derivados de inversiones (Krugman, 2013). Y recientemente Yanis Varoufakis también se refirió a la renta básica como una aproximación «absolutamente esencial» para el futuro de la socialdemocracia
Estos son solo algunos ejemplos de la diversidad de personas de renombre interesadas por la renta básica. Un interés que no ha decaído y que, incluso, se ha incrementado en los últimos años llevando a fundar, en 1986, una gran red para poner en común el conocimiento de todos y fomentar el debate sobre la renta básica alrededor del mundo: Basic Income European Network, que en 2004 se extendió y se convirtió en Basic Income Earth Network.
En 2017, los líderes mundiales abordaron la posibilidad de crear una renta básica universal en su reunión anual en Davos con el objetivo de buscar nuevas herramientas que amortigüen la caída de la clase media del Primer mundo ante el avance de la digitalización y el crecimiento de los países en desarrollo. En dicho encuentro, hubo un debate titulado «A basic income for all: dream or delusion?», en el que quedó claro que las posibilidades de implantación de una renta básica son diversas y existen muchas posiciones enfrentadas; no obstante, sí que hubo un consenso general sobre la necesidad de buscar nuevas soluciones ante la nueva realidad de la digitalización, automatización del empleo, inteligencia artificial, etcétera.
Todo este interés desde el mundo académico, económico y político, ha hecho que desde hace ya muchos años se hayan puesto en marcha diversos proyectos pilotos de renta básica alrededor del mundo. Solo por citar algunos ejemplos, se han llevado a cabo ensayos en Países Bajos, Finlandia, Alaska, California, Canadá, India, Brasil, etc., consistentes básicamente en una asignación económica a un conjunto de ciudadanos para estudiar sus efectos; se llegó a celebrar un referéndum en Suiza (con un resultado negativo); e incluso en Silicon Valley se está llevando a cabo un proyecto para analizar los efectos de una renta básica.
Vemos, pues, que el asunto ha sido objeto de estudio a lo largo de los años, que se han puesto en marcha diversos proyectos en este sentido y que existen numerosos argumentos a favor de la renta básica, incluyendo la libertad y la igualdad, la eficiencia, la propiedad común de los recursos, el reparto igualitario de los beneficios del progreso tecnológico, la flexibilidad del mercado laboral, la lucha contra la pobreza, etcétera. Pero ahora, en los años de la revolución digital, de la automatización de los trabajos, de la inteligencia artificial, y ante las dificultades de los países avanzados para acabar con el desempleo y con la pobreza estructural, cobran más peso si cabe las iniciativas para establecer un ingreso mínimo para todos los ciudadanos. Esta cuestión está y debe estar cada vez más en el centro del debate público.
¿Sería una medida socialmente aceptada?
Hemos señalado la necesidad de impulsar el debate público sobre esta cuestión. Sin embargo, la posibilidad real de establecer una renta de estas características supone no negar la evidencia de que, en una sociedad democrática como la nuestra, la población debe no solo aceptar la medida, sino confiar en ella. En caso contrario, seguirá siendo una propuesta objeto de debate en foros y universidades, pero estará lejos de incorporarse a nuestros sistema de bienestar.
Una medida como la de un crédito fiscal, incondicional y universal, es un mecanismo que parte de los principios de igualdad de oportunidades, redistribución y, por supuesto, solidaridad. La buena noticia es que los españoles confían en este aspecto, y dan una puntuación de 8,32 sobre 10 a la importancia de ser solidario con quien está peor que uno mismo; al mismo tiempo que el 48,3% de los españoles declaran ser conscientes de que los impuestos son la forma de contribuir al sostenimiento del sistema, tal como se desprende del Estudio de Opinión Pública y Política Fiscal (CIS, 2018).
El problema que existe, sin embargo, es la fractura entre los objetivos de los impuestos y la percepción que de ellos tiene la sociedad. Por ejemplo, si bien más de la mitad de los españoles es consciente de que los impuestos son necesarios para prestar servicios públicos (55,6%), solo para el 12,7% son un medio de redistribuir mejor la riqueza; para casi 9 de cada 10 españoles (87,6%) los impuestos no se cobran con justicia, y el 63,5% piensa que la sociedad se beneficia poco de lo que paga en impuestos y cotizaciones. Estos porcentajes quizá se deban a la mala valoración del esfuerzo del sector público en políticas sociales: el 57,4% de los españoles piensan que se dedican muy pocos recursos a la protección del desempleo y casi el 70% considera que se destinan muy pocos recursos a Seguridad Social y las Pensiones. Y el 45,9% de la población está más próxima a la afirmación «mejorar los servicios públicos aunque haya que pagar más impuestos» (la media está en un 4,12 sobre 10, donde el 10 es justo lo contrario).
Lo que sí existe es una mayor aceptación social hacia el pago de más impuestos para tener una renta básica. Según la segunda Encuesta de percepción social de la innovación en España de la Fundación Cotec y Sigma Dos (2018), el 49% de la población considera que la innovación tecnológica aumenta la desigualdad social. Por ello, el 53,9% está a favor de que el Estado pague una renta básica universal ante los cambios que se están produciendo en la sociedad y en la economía. Entre los que están a favor, el 60% declara que pagaría más impuestos para financiarla.
3. Una necesaria revisión y actualización de nuestras políticas públicas
Hoy, quizá más que nunca en las últimas décadas, es necesaria una revisión, actualización y mejora de las políticas públicas para atender las demandas sociales. Muchos de los mecanismos tradicionales han tocado techo y, aunque también es cierto que desde el punto de vista cuantitativo muchas de estas políticas exigen un incremento para ser más dignas, lo más grave es que no solo son incapaces de dar respuesta a las demandas sociales sino que están dejando excluidos a ciertos colectivos.
En primer lugar, estas políticas de igualdad requieren una revisión porque la crisis económica que estalló en 2008 ha puesto de manifiesto sus carencias y limitaciones para atender las necesidades de los más desfavorecidos y de ciertos colectivos como los desempleados de larga duración, los jóvenes o las mujeres. Y, en segundo lugar, porque estamos ya inmersos en una revolución tecnológica en la cual la auto-matización de los trabajos o la inteligencia artificial suponen un reto para nuestro propio modelo social, por lo que será necesario contar con respuestas diferentes desde las políticas económicas y sociales. El escenario ha cambiado, y el futuro demanda nuevas soluciones para transformar el presente y construir un futuro mejor.
El marco económico y social es distinto respecto al momento en que se diseñaron los actuales mecanismos. Nos encontramos ante un nuevo contexto en el que se están redefiniendo las tareas del Estado en la sociedad; el Estado tiene que dar un paso desde su función asistencial o protectora y convertirse en garantía de subsistencia del individuo para que este viva en plena libertad. A partir de ahí, será una política que también habrá conseguido paliar la pobreza y la desigualdad, especialmente, la que deriva del origen familiar.
Si no contamos con políticas de igualdad integrales, que entiendan la desigualdad desde su integridad para garantizar la libertad del individuo, seguiremos contando con una mera labor protectora desde el Estado y, como ya se ha demostrado, «los programas dedicados a pobres, acabarán siendo pobres programas, al menos, desde un punto de vista presupuestario» (Sevilla, 1999).
Hemos señalado anteriormente que la crisis económica y las políticas económicas que se pusieron en marcha para hacerle frente han dejado un poso de pobreza, desigualdad y precariedad laboral realmente preocupante. Al mismo tiempo los mecanismos tradicionales han sido incapaces de conseguir sus objetivos y han dejado a numerosos colectivos sociales excluidos de su campo de protección. Hablamos de un 34% de parados de larga duración (más de dos años) que no consiguen reincorporarse al mercado laboral; un 26,6% de la población en riesgo de pobreza o exclusión social; tres de cada diez menores de 16 años viviendo por debajo del umbral de la pobreza; o un mercado laboral incapaz de sacar de la pobreza incluso a quienes tienen un empleo, con un 13% de trabajadores pobres. Ante esta situación, las políticas públicas no solo han sido insuficientes, en términos cuantitativos, sino ineficientes para la consecución de sus objetivos.
El gasto social en España (24,7% del PIB) es cinco puntos inferior a la media europea y destinamos 6.300 euros en paridad de poder de compra por persona frente a los 10.800 euros que invierte Francia o los 8.200 de Italia. Y el esfuerzo público destinado a protección social es especialmente insuficiente ya que se sitúa en un escaso 16,8% del PIB, por debajo de la media de la Eurozona (20%), Grecia (20,7%), Francia (24,4%) o Italia (21,1%), ocupando, además, la penúltima posición en el ranking europeo en gasto relativo destinado a familia e infancia, con tan solo el 0,7% del PIB.
La ineficiencia de las políticas es la causa de que en España la desigualdad de ingresos sea elevada y que las transferencias sociales reduzcan menos la desigualdad. Los siguientes datos dan buena muestra del problema. Por un lado, el 20% de la población más rica gana seis veces más que el 20% más pobre, unas cifras superiores al promedio de la OCDE. Por otro lado, el coeficiente de Gini es uno de los más elevados de Europa (35,5, frente al 30,7 de la zona euro), al mismo nivel que países como Grecia o Rumanía. Si comparamos con el Gini antes de las transferencias sociales, concluimos que en España el impacto del sector público es menor: las transferencias reducen la desigualdad 16 puntos porcentuales frente a los 21 puntos porcentuales de la zona euro. Así, España se sitúa en la media europea en desigualdad de ingresos de mercado (puesto 16), pero la desigualdad es mayor después de impuestos y transferencias, descendiendo hasta la posición 22. Esto es una evidencia de la limitada actuación redistributiva del Estado, haciendo que aumente la desigualdad en el ingreso disponible de los hogares. Y si atendemos al efecto mitigador de la pobreza, este también es bastante limitado: un 24,4% frente al 32,2% de la zona euro.
No obstante, lo peor de todo este mal diseño es que las prestaciones públicas no se dirigen a los más pobres. Así, los hogares que conforman el 20% inferior de la distribución de ingresos únicamente reciben en torno al 55% del pago medio correspondiente a todas las familias, mientras que los que se sitúan en el 20% superior perciben aproximadamente un 60% más que la familia media.
La propia Comisión Europea no solo suspendió a España por tener niveles de desigualdad «críticos» en su Informe sobre Empleo de 2016, sino que destacó la ineficiencia del sistema de transferencias sociales para reducir la desigualdad de las rentas más bajas (Comisión Europea, 2018). En él advierte de que España, junto con Italia, es el país donde las transferencias sociales benefician menos a las rentas más bajas. La tendencia general es que las decilas altas sean contribuidores netos y los pobres perceptores netos. Pero en España (así como en Portugal, Francia, Bulgaria y Hungría), solo el decil más rico es contribuyente neto, la decila nueve es neutra, y el resto son perceptores netos. Esto genera un mayor impacto de las prestaciones sociales en porcentajes de renta medio-alta, en detrimento de las rentas más bajas.
De todo lo anterior se desprende que las transferencias sociales en España tienen una orientación relativamente ineficiente, por lo que «para hacer frente a los desafíos en materia de bienestar y desigualdad de ingresos es preciso utilizar de manera más eficiente los instrumentos de política fiscal y las transferencias» (OCDE, 2018).
Además, dado que lo singular en nuestro país es la desigualdad en la renta primaria, las políticas han de reorientarse a prevenir la desigualdad allí donde se genera: en la distribución de la renta de mercado (Calonge, 2017). Hemos visto que, ante esta situación, se requieren soluciones que resuelvan la insuficiencia e ineficiencia de la gran mayoría de los mecanismos tradicionales. Pero como se ha planteado al comienzo de este capítulo, también es necesaria una revisión de las políticas públicas pues la revolución tecnológica ya está aquí y, de una forma u otra, va a cambiar nuestro modelo social y de vida. La globalización y la digitalización plantean, no solo retos en las prestaciones públicas, sino también «nuevos desafíos en el ámbito de las políticas tributarias» (OCDE, 2018).
¿Cuál es la situación en España?
La implantación del Estado del bienestar ha sido fundamental para reducir las desigualdades sociales y económicas de nuestro país. No obstante, si atendemos a su configuración, observamos que en el mismo se incluyen las pensiones, las prestaciones contributivas por desempleo, la sanidad, la educación, la vivienda y, de forma más marginal, todos aquellos mecanismos que forman parte de la política de servicios sociales (subsidios de desempleo, pensiones mínimas, pensiones no contributivas, renta activa de inserción, etcétera). Mezclamos, por tanto, servicios públicos y medidas de redistribución con políticas dirigidas a paliar directamente situaciones de vulnerabilidad, quedando estas últimas políticas sociales en un segundo plano de nuestro Estado del bienestar.
Otro aspecto que hemos de señalar es que la distribución de competencias supone que «las ayudas a las familias puedan ser concedidas por distintos organismos públicos en distintos territorios o a distinto nivel, por lo que es posible que no sean las mismas en todas las comunidades autónomas ni localidades». Frente a ello, el Estado «garantiza a todos los ciudadanos el acceso a las prestaciones sociales básicas a través de diversos instrumentos: Seguridad Social, Política Fiscal, Plan Concertado de Servicios Sociales, etcétera» (Anuario Estadístico Ministerio de Trabajo, 2017). Pero la realidad es que en nuestro sistema falta coordinación entre niveles administrativos, pues en muchos casos se producen situaciones de superposición de competencias y el mapa de prestaciones es bastante heterogéneo a lo largo del territorio, lo que no encaja bien con un Estado en el que la igualdad de oportunidades debe ser igual para todos.
En esencia, la política redistributiva en España se lleva a cabo principalmente a través de transferencias e impuestos progresivos. Según el Observatorio sobre el reparto de los impuestos y las prestaciones monetarias en los hogares españoles, el efecto redistributivo de impuestos y prestaciones agregado es una minoración de la desigualdad de renta primaria de un 30,73% (0,1793 puntos de Gini), de los cuales 28,93 puntos corresponden a prestaciones públicas y 1,8 puntos al sistema fiscal.
En concreto, el IRPF reduce en un 7,55% la desigualdad en la distribución de la renta bruta de los hogares españoles, mientras que la prestación media representa el 26,8% de la renta bruta del hogar medio español, elevando su renta primaria en 8.553 euros.
En España contamos con un amplio Sistema de Garantía de Ingresos Mínimos –integrado por diversas prestaciones que complementan el sistema de protección social del Estado en los ámbitos de desempleo, familia, vejez e incapacidad–, en el que se incluyen, entre otras, pensiones no contributivas, complementos a mínimos de las pensiones contributivas, las prestaciones del Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia, prestaciones familiares por hijo a cargo, subsidios por desempleo, renta activa de inserción, rentas mínimas autonómicas, etcétera. Los últimos datos de 2016 reflejan un total de 6.678.577 perceptores de alguna de estas prestaciones, con un gasto ejecutado de 22.471,6 millones de euros.
Contamos, pues, con diversos instrumentos para garantizar unos ingresos mínimos a ciudadanos en situaciones de falta de recursos que cumplen con una labor ex-post del sistema público de protección social ante situaciones de necesidad. Pero se trata de un sistema bastante complejo, con diversas prestaciones, que adolece de una falta de universalidad de la protección económica contra la pobreza en España y presenta una cierta dificultad para hablar de la suficiencia de las cuantías de las prestaciones, por cuanto se carece de una única referencia básica que actúe como una especie de «nivel de dignidad», un umbral de ingresos determinado de manera objetiva y considerado suficiente para cubrir las necesidades mínimas de un individuo o familia (Políticas Públicas para combatir la pobreza en España, CES, 2017).
Podemos hacer una revisión de algunas de las principales prestaciones económicas que actualmente actúan como mecanismos redistributivos en España y que, en nuestra propuesta, son elementos que debemos revisar e ir aproximando gradualmente al mínimo personal escogido, sin las enormes diferencias que hoy existen entre ellas. Partamos del hecho de que son prestaciones que tratan de asegurar un nivel de ingresos necesario para que la persona atienda sus necesidades vitales. Pero la pregunta es ¿por qué tantas diferencias entre ellas, especialmente en cuantías, si lo que buscan es garantizar unos recursos mínimos a ciudadanos en situaciones de vulnerabilidad?
En primer lugar, prestemos atención a las pensiones mínimas contributivas, entendidas estas como una garantía de ingresos mínimos a favor de las pensiones contributivas, de tal manera que aquellas que ofrecen prestaciones económicas por debajo de ese mínimo reciben un complemento por parte de los Presupuestos Generales del Estado. Como señala la Seguridad Social, «se garantizan cuantías mínimas mensuales en determinadas prestaciones, que variarán en función de que el pensionista haya cumplido determinada edad y de que tenga o no familiares a su cargo, siempre que no supere el límite de ingresos establecido».
En 2017, el 25,61% de las pensiones recibieron este complemento a mínimos (Anuario Estadístico Ministerio de Trabajo, 2017), cuyo impacto presupuestario asciende a 7.329 millones de euros, que permite financiar la mejora de las pensiones más bajas. Por citar algunas cifras, la pensión mínima contributiva de jubilación para mayores de 65 años se sitúa en 11.701,20 euros al año en el caso de tener un cónyuge a cargo, al mismo nivel que la de incapacidad permanente absoluta; la pensión de invalidez permanente derivada de enfermedad común desciende hasta los 5.899,60 euros; la pensión mínima de viudedad con cargas familiares es de 10.970,40 euros; y la de orfandad se sitúa en 2.898 euros por beneficiario, la misma cifra que la pensión mínima en favor de familiares.
En segundo lugar, tenemos las pensiones no contributivas que, como señala la Seguridad Social, son «prestaciones económicas que se reconocen a aquellos ciudadanos que, encontrándose en situación de necesidad protegible, carezcan de recursos suficientes para su subsistencia en los términos legalmente establecidos, aun cuando no hayan cotizado nunca o el tiempo suficiente para alcanzar las prestaciones del nivel contributivo». Estas pensiones aseguran a todos los ciudadanos mayores de 65 años o en situación de invalidez que reciban una prestación económica, asistencia médico-farmacéutica gratuita y servicios sociales, y su impacto presupuestario para 2018 asciende a 2.380 millones de euros, excluido País Vasco y Navarra.
La cuantía de estas pensiones no contributivas está fijada en 5.488 euros, no pudiendo ser la cuantía inferior al 25% de la pensión establecida, y adaptándose al número de beneficiarios que convivan en la unidad familiar; por ejemplo, la cuantía individual es de 4.664,8 euros en el caso de una familia con dos beneficiarios. La pensión no contributiva de jubilación beneficia actualmente a 256.317 personas, con una cuantía media de 368,94 euros; y la de invalidez beneficia a 194.749 personas, con una pensión media de 412,67 euros.
El papel de los complementos a mínimos de las pensiones así como las pensiones no contributivas es fundamental para la lucha contra la pobreza y la marginación. Pero su ámbito se circunscribe a ciertos colectivos. ¿Qué pasa con el resto de los colectivos sociales?
Nuestro sistema del bienestar lleva a cabo distintos programas que buscan «la promoción y el desarrollo pleno de todas las personas, familias y grupos de la sociedad para la obtención de un mayor bienestar social y una mejor calidad de vida, en el entorno o en la comunidad donde se vive», así como la prevención y la lucha contra la pobreza y la eliminación de las causas que puedan conducir a la exclusión social (Ministerio de Sanidad, 2018). A este fin se conceden diversas prestaciones para prevenir, reparar o superar determinadas situaciones o necesidades que dan lugar a una pérdida de ingresos o un exceso de gastos de las personas.
Comencemos por señalar los programas relacionados con el empleo. Actualmente, 823.223 personas reciben un subsidio por desempleo equivalente al 80% del IPREM (430,27 euros al mes en 2018), durante un período que depende del número de meses cotizados y de tener o no responsabilidades familiares; este subsidio lo reciben aquellas personas que han agotado la prestación contributiva así como los trabajadores mayores de 55 años.
Además, en aquellas situaciones en las que se ha agotado el derecho a prestaciones contributivas o subsidios, las personas desempleadas pueden solicitar la renta activa de inserción fijada en el 80% del IPREM durante 11 meses, que beneficia actualmente a 156.445 personas (media mensual de 203.456 personas). O, en caso de tener responsabilidades familiares, podrían acceder a alguno de los programas existentes de políticas activas de empleo y de percepción de una ayuda económica de apoyo. Destaca el programa PREPARA, en el que el beneficiario, como complemento de las acciones de recualificación o reinserción profesional, recibe una ayuda económica de acompañamiento del 75% del IPREM mensual.
Hay que citar también las prestaciones dirigidas a la protección a las familias. Entre ellas están las más de 20.000 prestaciones de pago único que se conceden al año por nacimiento o adopción, cuya cuantía toma como base el salario mínimo interprofesional y tiene en cuenta el número de hijos nacidos o adoptados; y la asignación económica de 291 euros por hijo o menor a cargo, que actualmente beneficia a más de 1 millón de personas. Estas prestaciones de pago único o periódico dirigidas a la protección de las familias contaron con una asignación presupuestaria de 1.585 millones de euros en 2018.
También contamos con diversas políticas dirigidas a los colectivos más desfavorecidos, a los que se destinaron 2.512 millones de euros, en los Presupuestos Generales del Estado de 2018, para políticas de Servicios Sociales y Promoción Social. También Otras políticas económicas que, con un monto de 14.388 millones de euros, buscan compensar las rentas salariales dejadas de percibir ante la imposibilidad temporal de trabajar (enfermedad, maternidad, paternidad, quiebra, suspensión de pagos, etc.), o las ayudas de apoyo a la familia, a los afectados por el síndrome tóxico y las indemnizaciones por lesiones permanentes no invalidantes.
Dentro de las políticas de servicios sociales y protección social (2.512 millones de euros) no podemos olvidarnos tampoco de las prestaciones a personas en situación de dependencia. Estas se entienden como un derecho de todo ciudadano a tener garantizado su atención y cuidado cuando se encuentre en una situación de dependencia. Para que todas estas personas alcancen una mayor autonomía personal y puedan ejercer plenamente su derecho de ciudadanía se creó el Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia (SAAD), que en los Presupuestos Generales del Estado de 2018 contó con una asignación de 1.401 millones de euros. Las personas dependientes reciben, entre otras, una prestación económica que oscila entre los 153 euros y los 387,64 euros al mes para compensar los gastos derivados de los cuidados que recibe en el entorno familiar; o una prestación económica de asistencia personal para la promoción de la autonomía de las personas en situación de dependencia, cuyo importe oscila entre 300 euros y los 715,07 euros al mes.
Por último, España cuenta con un mapa de rentas mínimas autonómicas que, con diferentes denominaciones (ingreso mínimo de solidaridad, salario social básico, rentas de inserción, rentas sociales básicas, prestación básica familiar, renta de inclusión social, renta de garantía de ingresos, etc.), buscan ofrecer protección asistencial para cubrir las necesidades más básicas de quienes carecen de recursos suficientes, y en la mayoría de los casos se acompañan de procesos para la inclusión sociolaboral. Además, las autonomías también tienen competencia sobre las denominadas ayudas de emergencia social, ayudas de carácter extraordinario para que personas carentes de recursos puedan hacer frente a una determinada situación, cubrir alguna necesidad básica, etcétera.
Pero la inexistencia de una normativa común ha llevado a un panorama muy heterogéneo donde estas rentas difieren mucho en cuanto a requisitos de acceso, duración, cuantía, incompatibilidades, ponderación de las cargas familiares, etcétera.
Atendiendo al Informe Anual de Rentas Mínimas de Inserción (Ministerio de Sanidad, 2017), se destinaron 1.544 millones de euros a estas prestaciones para beneficiar a un total de 732.964 personas, con una cuantía promedio de 451,97 euros, una cuantía máxima de 758,35 euros y una duración de entre 6 y 12 meses. Hay cinco comunidades autónomas que no fijan plazos temporales para la percepción de la prestación mientras se mantengan las condiciones de acceso, y en algunas autonomías esta prestación no está legalmente garantizada, de modo que depende de la disponibilidad presupuestaria.
Unido a estas diferencias territoriales, está la falta de coordinación entre las administraciones, especialmente con la local. Sobre este asunto resulta interesante la propuesta del presidente de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), José Luis Escrivá, de ampliar las competencias de los ayuntamientos para que, con el superávit actual, puedan financiar la prestación de servicios sociales y dependencia que ahora están descuidados por la falta de capacidad financiera de las comunidades autónomas. De hecho, ya están sobre la mesa distintas iniciativas por parte de los ayuntamientos que van en la línea de rentas mínimas como la renta social municipal del Ayuntamiento de A Coruña, destinada a paliar situaciones temporales de necesidad y garantizar unos recursos mínimos de subsistencia, la renta social del Ayuntamiento de Gijón, que incluye ayudas económicas para la adquisición de productos o servicios específicos y ayudas económicas de complemento de ingresos mínimos de la unidad económica de convivencia independiente, las ayudas de urgencia social para familias con hijos de 0 a 16 años del Ayuntamiento de Barcelona, o las ayudas de urgente necesidad del Ayuntamiento de Zaragoza.
De todo este análisis se desprende la existencia de una gran variedad de prestaciones que, si bien son esenciales para miles de personas en nuestro país, están condicionadas a requisitos y limitadas en el tiempo, a la vez que muchas de estas cuantías están muy alejadas de lo que deberíamos entender como un mínimo de subsistencia digno que garantice la libertad del individuo. No tiene sentido contar con un mínimo en el IRPF que se defina como los recursos imprescindibles para poder subsistir y que haya, como hemos visto, prestaciones muy por debajo de este mínimo. Por ello, una renta fiscal universal para todos es la fórmula para ir aproximando gradualmente todas estas prestaciones al mínimo que se considera necesario para poder subsistir y llevar a cabo un proyecto de vida en libertad.
4. La propuesta
Como se ha venido señalando, la propuesta que aquí se plantea es la de un crédito fiscal universal: un mínimo vital que se convierta en una renta garantizada asegurando así el nivel mínimo de ingresos imprescindible para satisfacer las necesidades básicas de todo individuo y, con ello, su plena libertad.
Podemos hablar de distintas críticas asociadas a los mecanismos de transferencias de renta hacia los más pobres y desfavorecidos: elevado coste de gestión al someter a examen los requisitos de acceso, descoordinación entre políticas y organismos gestores, cobertura insuficiente, desincentivos frente al trabajo, trampa de la pobreza, etcétera. Aunque estos argumentos son objeto de debate y podemos poner en duda muchos de ellos, la propuesta de una renta fiscal universal ayudaría a evitar algunos de estos problemas.
Sin embargo, la más importante de todas las críticas –y, curiosamente, la que menos espacio ha ocupado en el debate público en las últimas décadas– es la desconexión entre el sistema de transferencias de renta y el sistema impositivo general sobre la renta. La paradoja es evidente: todos aquellos que no presentan declaración de la renta (que suelen ser además personas en riesgo de pobreza y exclusión social) no se pueden beneficiar de los gastos fiscales otorgados por el Estado para quienes, por sus mayores ingresos, sí presentan declaración del impuesto sobre la renta. Además, y como se explicó en el anterior apartado, no tienen mucha lógica las diferencias existentes en las cantidades de las prestaciones públicas si todas tratan de asegurar unos ingresos a los individuos y sus familias, o que haya prestaciones por debajo del actual mínimo personal y familiar del IRPF si este «constituye la parte de la base liquidable que, por destinarse a satisfacer las necesidades básicas personales y familiares del contribuyente, no se somete a tributación por este impuesto» (Agencia Tributaria, 2016). Es decir, si el Estado ya considera que hay un nivel de renta necesario para la subsistencia, entonces ninguna prestación debería estar por debajo de este nivel.
Nos encontramos con que esta cantidad de lo que se considera un mínimo vital para quienes presentan el IRPF, y muchas de las deducciones contempladas en el impuesto, son superiores a prestaciones como la ayuda por hijo o menor a cargo, los subsidios por desempleo o las rentas mínimas de inserción. Por tanto, introducir una renta fiscal universal implica cambios en el IRPF (eliminación de deducciones y pasar el mínimo personal y familiar a la cuota) y en la política social de ayudas monetarias (pensiones no contributivas, subsidios de desempleo, rentas mínimas de las CC.AA.), que deben ir aproximándose gradualmente al mínimo vital definido en el IRPF.
Conectando la política social y el sistema impositivo
Una crítica fundamental a nuestro sistema del bienestar y, curiosamente, una de las que menos espacio ha ocupado en el debate público en las últimas décadas es la desconexión entre el sistema de transferencias de renta y el sistema impositivo general sobre la renta. La paradoja es doble. Primero, porque quienes no presenten la declaración de la renta (en muchos casos personas en situación de pobreza y exclusión social) no se benefician de los gastos fiscales otorgados por el Estado para quienes, por sus mayores ingresos, sí presentan declaración de impuesto sobre la renta. Y, segundo, porque el mínimo personal y familiar para quienes presentan el IRPF, y muchas de las deducciones contempladas en el impuesto, son superiores a prestaciones como la ayuda por hijo o menor a cargo, los subsidios por desempleo o las pensiones no contributivas.
Aunque este asunto debe ser objeto de un estudio por separado, lo cierto es que nuestro IRPF presenta una gran amalgama de beneficios fiscales y de exenciones que algunos estudios señalan de regresivos (Haugh y Martinez-Toledano, 2017), lo cierto es que la gran cantidad de beneficios fiscales tienen un fuerte impacto presupuestario. Si nos fijamos en la Memoria de Beneficios Fiscales del Proyecto de Presupuestos Generales del Estado para 2018 (Ministerio de Hacienda, 2018), el total de los gastos fiscales asciende a 34.825 millones de euros. Los correspondientes al IRPF ascienden a 7.846 millones de euros (el 22,53% del total) y se obtienen principalmente en forma de reducciones en la base imponible (3.179 millones), deducciones en la cuota (3.299 millones) y exenciones (1.086 millones). Entre los conceptos por los que se obtienen beneficios fiscales destacan las deducciones por alquiler o inversión en vivienda (1.100 millones), por maternidad (781 millones) o por familia numerosa o personas con discapacidad a cargo (1.102 millones); así como las reducciones por rendimientos del trabajo (731 millones), tributación conjunta (1.117 millones) o aportación a los sistemas de previsión social (771 millones).
Los beneficios fiscales no dejan de ser sino transferencias de renta que el Estado otorga a través del IRPF. Y aunque son los mismos individuos quienes las generan, son superiores a lo que se destina a políticas redistributivas en favor de los más pobres. Si atendemos a los Presupuestos Generales del Estado consolidados para 2018, se destinó un total de 13.895 millones de euros a pensiones mínimas contributivas, subsidios de desempleo y renta activa de inserción, y pensiones no contributivas, lo que representa el 40% del total de los beneficios fiscales. Incluso si tenemos en cuenta las prestaciones dirigidas a la protección de las familias (1.585 millones) y los subsidios por maternidad, paternidad, por riesgo durante el embarazo y lactancia natural (2.559 millones de euros), el total asciende a 18.039 millones de euros, lo que representa aproximadamente la mitad de los gastos fiscales.
Según la Estadística de declarantes de IRPF (Agencia Tributaria, 2016), en total, se presentaron 6,8 millones de declaraciones con deducciones generales, de las cuales 4 millones corresponden a vivienda habitual. Por otro lado, hubo un total de 1,7 millones de declaraciones con deducción por maternidad (media de 912 euros), deducción por descendiente o ascendiente con discapacidad (media de 1.048 euros) y deducción por familia numerosa (media de 981 euros). Además, la reducción media en la base imponible general es de 2.804 euros, mientras que la media del mínimo personal y familiar asciende a 7.844 euros. Todas son cifras comparativamente superiores a lo que muchos españoles perciben desde el sistema de protección social en forma de prestaciones.
Existe una marcada inconsistencia del sistema de acción pública respecto a los distintos niveles de renta y situaciones familiares. Pongamos un ejemplo: al definir una pensión mínima garantizada, cuando la contribución al sistema de pensiones ha sido insuficiente y proporciona una prestación inferior a dicho mínimo, el Estado efectúa una transferencia complementaria. Lo que tiene poco sentido entonces es que la cuantía de la pensión no contributiva sea inferior. Si la primera se considera un mínimo, ninguna otra debería estar por debajo, y será el hecho de haber contribuido más o menos al sistema lo que marcará la recepción de cantidades superiores a dicho mínimo.
Otro ejemplo concreto que resulta sorprendente: las desgravaciones por hijo que figuran en las rentas del IRPF son superiores a las ayudas por hijo que el mismo Estado da a las personas que no tienen ingresos suficientes. En el IRPF se contempla una deducción por maternidad por hijos menores de 3 años de hasta 1.200 euros anuales por cada hijo nacido o adoptado en territorio español o la deducción de familia numerosa, también de 1.200 euros. Frente a ello, la prestación por hijo o menor a cargo se sitúa en 291 euros.
Lo que tampoco tiene mucha coherencia es la disparidad de cifras en las prestaciones: subsidios de desempleo fijados en 430,27 euros mensuales, pensión mínima contributiva (mayores de 65 años sin cónyuge a cargo) de 656,90 euros o una pensión no contributiva de invalidez de 380,10 euros. Todas ellas deberían ir aproximándose a la cifra que decidamos considerar como un mínimo vital necesario para satisfacer las necesidades básicas.
Aunque suene paradójico, estos datos señalan que para el Estado, las necesidades básicas personales o familiares son mayores cuanto mayor sea la renta de las personas. Lo que además ratifica cuando dicho mínimo se resta de la base liquidable del impuesto, de forma que su efecto reductor es mayor cuanto mayor sea el ingreso y, en consecuencia, el tipo por el que tribute. Una contradicción enorme, que es injusta y sin embargo subsiste con otras contradicciones que refuerzan la idea de que los mecanismos de sostenimiento de rentas están más basados en criterios próximos a la caridad que a los derechos, a la justícia social y a la propia libertad del individuo.
Si al problema de ineficiencia de las actuales políticas sociales y de igualdad que vimos en el apartado anterior, le sumamos el problema que acabamos de analizar, que podemos incluso calificar de regresivo por no ser equitativo, nos encontramos ante una propuesta de renta fiscal universal para armonizar el impuesto sobre la renta y las prestaciones monetarias dirigidas a los más pobres.
Es pertinente unificar ambos mecanismos, partiendo del hecho de que ambos se basan en el nivel de renta del individuo, en su situación familiar y en determinadas circunstancias como minusvalías físicas o psíquicas. Se trata de una buena medida para racionalizar las actuaciones del sector público y dotar al sistema de mayor equidad, transparencia y simplicidad.
Necesitamos unificar los criterios contributivos y redistributivos en función de la renta y la situación familiar. Y ello es posible a través de la propuesta de una renta fiscal universal cuyos elementos y funcionamiento se explican en los dos siguientes apartados.
Elementos de la propuesta
La propuesta de una renta fiscal universal es abierta, flexible, gradual y adaptable a cada momento económico. Pero para comenzar a elaborar su configuración y fijar los principales elementos de la renta garantizada, podemos partir de las cinco características de la renta básica según Basic Income Earth Network: es periódica, en efectivo, individual, universal e incondicional. Pero maticemos estas características.
Nivel de renta mínima
En primer lugar, ¿cuál es el nivel de renta mínima que permite satisfacer las necesidades básicas del individuo de manera que este sea libre de tomar sus decisiones sin estar condicionado por la necesidad de subsistir? Como ya se ha expuesto, lo cierto es que ya existe un mínimo personal y familiar definido en el IRPF que es la suma del mínimo del contribuyente, el mínimo por ascendiente, por descendiente y por discapacidad. Dicho mínimo no se somete a tributación y, por tanto, es una cantidad que fija el Estado.
Para tener en cuenta las circunstancias del individuo, se fija un mínimo del contribuyente en 5.550 euros anuales. No obstante, cuando el contribuyente tiene más de 65 años, el mínimo aumenta en 1.150 euros anuales y, si es mayor de 75 años, el mínimo aumentará adicionalmente en 1.400 euros anuales.
Existe también un mínimo por ascendientes fijado en 1.150 euros anuales, por cada uno de ellos mayor de 65 años o discapacitado con un grado de minusvalía igual o superior al 33%. Cuando el ascendiente sea mayor de 75 años, el mínimo señalado anteriormente se aumentará en 1.400 euros anuales. Y también se aplica un mínimo por descendiente fijado en 2.400 euros anuales por el primer descendiente, 2.700 euros anuales por el segundo, 4.000 euros anuales por el tercero y 4.500 euros anuales por el cuarto y siguientes descendientes. Además, por cada descendiente menor de tres años, estos mínimos se incrementan en 2.800 euros anuales.
Por último, existe un mínimo por discapacidad del contribuyente así como por discapacidad de ascendientes y descendientes (fijados, ambos, en 3.000 euros anuales y en 9.000 euros anuales, cuando además acredite un grado de minusvalía igual o superior al 65%).
Habrá quien pueda discutir el haber tomado estas cantidades como referencia del mínimo vital. No importa, hay otro elemento que podríamos considerar: las cantidades por debajo de las cuales no es obligatorio presentar la declaración de la renta: rendimientos del trabajo personal, iguales o inferiores a 22.000 euros anuales, o los 12.000 euros en casos como el de tener más de un pagador.
Todas estas son cantidades que podemos tomar como referencia para definir un mínimo vital y así fijar la cantidad que todo individuo necesita para satisfacer sus necesidades más básicas. En este elemento entra en debate, además, una cuestión importante: ¿debemos contemplar solo un mínimo vital para el individuo o podemos contemplar un mínimo vital personal y otro familiar de modo que tengamos en cuenta las circunstancias familiares de los individuos? Sin duda, esta puede ser una buena opción. Pero lo que debemos asegurar a todo individuo es su plena libertad y ello implica determinar un nivel mínimo de ingresos para su subsistencia.
Financiación
Una segunda cuestión es cómo financiar esta renta mínima. Sea cual sea la modalidad escogida, se trata de un elemento redistributivo pues unos ciudadanos pagan y otros reciben, por lo que el pago de los primeros debe ser suficiente para atender su propia renta y la de los que no contribuyen.
No se puede saber a ciencia cierta si incrementaría la carga fiscal de los contribuyentes, ya que ello dependería de diversos factores como la intensidad redistributiva que se desee, la adecuación de la tarifa al ampliarse las bases impositivas y eliminar exenciones y deducciones, etcétera. Lo que sí sabemos es que los numerosos beneficios fiscales suponen un elevado coste presupuestario y ahí hay un amplio margen. Igualmente, un mejor diseño y eficiencia de las políticas redundará en una mayor disponibilidad de recursos.
Cabe destacar la propuesta de financiación de una renta básica en España, a partir del IRPF, para una cantidad igual al umbral de la pobreza para todas las personas residentes en España (Arcarons et al., 2017).
Lo que parece evidente es que no podemos permitirnos mirar hacia otro lado y no abordar nuevas herramientas por el mero argumento inicial de que sean «muy caras». Como señala Santens (2017), los costes sociales de tener personas sin suficientes ingresos son elevados y masivos para todo el sistema, pero el coste no es tan elevado si tenemos en cuenta la gran cantidad de programas existentes que podrían consolidarse dentro de una renta básica.
Incondicionalidad
¿Debemos exigir al ciudadano alguna contraprestación por recibir una renta mínima o suspenderle el derecho si no cumple con alguna obligación? Lo cierto es que si la renta mínima o el salario social garantizado lo entendemos como un principio fundamental para una sociedad que no permite que sus ciudadanos estén en la pobreza, o dicho de otro modo, que una sociedad justa debe garantizar la subsistencia a todos sus ciudadanos, entonces lo más coherente sería concebirlo como un derecho de ciudadanía incondicional (Sevilla, 1999).
De hecho, la principal diferencia entre las políticas más asistenciales y ex-post y la renta garantizada es su incondicionalidad. No ligar este ingreso a ninguna condición, sería una medida positiva porque acabaría con algunos problemas actuales como el de la «trampa de la pobreza». Cuando una ayuda se condiciona, por ejemplo, a estar en paro, se desincentiva la búsqueda de empleo en la medida en que la prestación supere al salario que se va a recibir (algo muy habitual en situaciones de alta precariedad laboral como la actual). Si el individuo sabe que tiene garantizados unos niveles mínimos de ingresos, no habrá desincentivos para seguir creciendo a partir de ahí.
Universalidad
En último lugar, reflexionamos sobre la universalidad de la medida. En cuanto derecho subjetivo de la persona, el Estado no podría decidir si prestar esta ayuda o no en función de insuficiencias presupuestarias, y, aun pudiendo ser mejor o peor, no podría excluir a nadie. La recibiría toda persona, independientemente de que estuviera en situación de pobreza o no; aunque como efecto secundario por supuesto que ayudaría a aliviar las situaciones de pobreza.
Un funcionamiento sencillo y transparente
El funcionamiento de la propuesta es sencillo: todos los ciudadanos tendrían la obligación de presentar su declaración de la renta y, si están por debajo del mínimo vital, el Estado les devolverá la diferencia; en caso contrario, deberán pagar. No obstante, se podría tener en cuenta las circunstancias familiares de cada individuo, que debería suministrar la información correspondiente, y vería así incrementado el mínimo vital.
Los pasos que se deberían seguir para articular la propuesta serían los siguiente:
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Determinar un nivel mínimo de renta garantizada igual para todos, independientemente de sus ingresos. Dicho nivel mínimo se entiende como aquellas cantidades que garantizan la libertad de todo ser humano. En su definición tenemos en cuenta un nivel mínimo personal, pues el concepto de libertad va unido a la persona. No obstante, dicho nivel se podría ver incrementado en función de las circunstancias familiares.
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Fijar la tarifa y su escala de gravamen (tipo único o progresivo). Dicha escala se aplicaría sobre la renta de todos los ciudadanos, los cuales tienen la obligación de declarar sus ingresos totales y su situación familiar.
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Calcular la cuota del impuesto, resultado de multiplicar los ingresos del individuo por el tipo impositivo.
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Restar la renta mínima garantizada a la cuota. De esta forma, para niveles de ingresos superiores a dicho mínimo, el impuesto será positivo (pagarán), mientras que para ingresos inferiores será negativo (recibirán).
Paralelamente, la gran cantidad de prestaciones y transferencias sociales del Estado (algunas de las cuales hemos visto en el apartado anterior) deberían ir asimilándose gradualmente, en un período de tiempo transitorio, a dicho mínimo vital, de modo que acabemos con las grandes diferencias entre ellas y con la falta de lógica que supone tener prestaciones por debajo de un mínimo que se considera de subsistencia. Ello supondría ir poniendo en marcha, de forma gradual, una serie de pasos no necesariamente secuenciales:
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Deducir el mínimo vital tras calcular la cuota íntegra. Dicho mínimo debe ser igual para todos los contribuyentes y, por tanto, no se deduce en la base imponible.
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Avanzar en la reducción sustancial de los actuales gastos fiscales en el IRPF.
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Grabar de forma más equitativa todas las rentas, especialmente las del capital, y acabar con la presión actual sobre las rentas del trabajo.
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Extender paulatinamente el sistema a colectivos hoy excluidos del mismo, ampliando la cobertura de las prestaciones.
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Igualar las pensiones no contributivas al mínimo personal.
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Aproximar las rentas mínimas de inserción al mínimo personal.
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Asimilar también el subsidio de desempleo al mínimo personal.
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Si se decidiera fijar también un mínimo familiar, entonces las pensiones mínimas con cónyuge a cargo deberían aproximarse a dicho mínimo.
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Siguiendo el mismo criterio que en el punto anterior, la prestación por hijo a cargo tendría que aproximarse a la cantidad del mínimo vital incrementada por las circunstancias familiares.
Así conseguiríamos una progresiva integración de todas las políticas públicas relacionadas con la renta y la situación familiar de los individuos, simplemente canalizándolas a través de la declaración del impuesto. Un impuesto como derecho de ciudadanía, obligatorio para todo el mundo.
5. Apuntes finales para la reflexión
Una vez analizada la propuesta de una renta fiscal universal, es el momento de abrir el debate sobre la misma. Los interrogantes son diversos: su compatibilidad con los principios de consolidación presupuestaria en el contexto europeo, su impacto sobre los incentivos al trabajo, el nivel de renta mínima que consideremos imprescindible para garantizar la libertad, el tipo o tipos impositivos del impuesto,
etcétera. Todo ello objeto de una profunda reflexión y un amplio debate que debe integrar a los diversos agentes sociales, políticos y económicos y, por supuesto, contar con la necesaria aceptación de la sociedad.
Porque este mecanismo simple, transparente y equitativo, no es ni fijo ni cerrado. Su esquema flexible nos permite implantarlo de una manera gradual y controlada, viendo su complementación con los actuales programas y, progresivamente, ir sustituyendo algunos de los mismos.
Hay diversas cuestiones ligadas a esta propuesta sobre las que deberíamos pensar. Por ejemplo, su compatibilidad con el equilibrio presupuestario; se puede afirmar que los actuales gastos fiscales y los cambios que habrá que introducir en el IRPF nos ofrecen un margen de maniobra elevado para que la financiación adicional que exige la propuesta no tenga que traducirse en más déficit público. Se trata de una opción de política redistributiva como otra cualquiera, solo que distinta.
Y, ya que hemos citado el déficit público, sería un buen momento para enlazar este debate con aquel relacionado con los criterios de convergencia de la Unión Europea. Si ya existen unos estrictos criterios de convergencia nominal, ¿por qué no pensar también en exigir el cumplimento de criterios de convergencia real? Aquí hablaríamos de tasa de pobreza, desigualdad, nivel de empleo, renta per cápita e, incluso, abordaríamos aspectos como la libertad del ciudadano o su felicidad. Para ello, propuestas como la renta garantizada resultan imprescindibles.
Otro asunto para el debate sobre esta propuesta es su relación con el mercado laboral y los desincentivos que podría ocasionar. Esta cuestión, sin duda compleja, plantea dificultades por el propio concepto de trabajo, que es un elemento vertebrador de la sociedad y del individuo; por los interrogantes asociados a cómo tratar el empleo de las amas de casa u otras actividades que también incrementanel bienestar colectivo; o el ejercicio de abstracción que implica suponer que todos reaccionamos más o menos igual ante los mismos incentivos. Como señala Santens (2017), no es generalizable que el comportamiento humano esté solo determinado por incentivos económicos (prueba de ello son el trabajo voluntario, la renuncia a un salario a cambio de prestigio o poder, etcétera).
Ciertamente, los estudios han aportado evidencias dispares y los resultados de las reacciones del ser humano no son concluyentes. Pero la incondicionalidad de una renta fiscal universal podría acabar con problemas como el de la trampa de la pobreza, que sí plantea fórmulas como las vigentes: cuando las prestaciones se pierden al encontrar un empleo, si los salarios son muy bajos, la decisión final será rechazar del empleo. No obstante, la actitud respecto al empleo ante una medida como la aquí propuesta dependerá del propio nivel de renta mínima que se establezca. Santens cuestiona que nos llevemos las manos a la cabeza por un ingreso para todos por «no hacer nada». Para el autor, lo realmente caro es no tener una renta básica, ya que lo que de verdad motiva a la gente a trabajar es saber que no va a perder un dinero (en forma de prestación) si acepta un empleo.
Siguiendo a David Casassas y Daniel Raventós (2018), la renta básica, lejos de actuar como techo, constituye un suelo a partir del cual se pueden ir acumulando otros ingresos, por lo que no solo no desincentiva la búsqueda de empleo, sino que permite la externalización de nuestros talentos y capacidades, los cuales quedan hoy sepultados por la necesidad de cazar al vuelo lo que podamos encontrar en los mercados de trabajo. Solo si garantizamos un ingreso mínimo para todos, la decisión entre trabajar con los salarios del mercado o el ocio será totalmente libre.
En ese sentido, una renta básica que garantiza la libertad del individuo será una forma de mejorar el mercado laboral. Si la persona decide libremente qué trabajo quiere, si quiere trabajar menos horas, a qué precio quiere hacerlo, etcétera, tendrá la libertad de decir «no», por lo que esta competencia llevará al alza los salarios, el número de horas bajará. Todo ello redundará en un mercado laboral mejor, que pasará a ser una «opción» para el individuo y no una obligación (Santens, 2017).
El debate está servido y, sin duda, es difícil pensar que una fórmula simple resuelva problemas complejos. Por ello, esta propuesta de renta fiscal universal señala más una dirección que un camino concreto, y abre distintas posibilidades que podemos adaptar en función de las necesidades de cada momento.
Pero lo que no se puede aceptar es que ante problemas sociales tan complejos como los actuales y ante una revolución tecnológica que trae consigo numerosos cambios, miremos hacia otro lado y no tengamos propuestas de solución. Debemos ser intolerantes con la desigualdad de trato y de oportunidades, así como con aquellas medidas que escondan comportamientos asimétricos en beneficio de los más ricos.
Neguémonos a conformarnos con niveles de desempleo, desigualdad y pobreza estructurales y apostemos por instrumentos que, como una renta fiscal universal, garanticen la libertad de todo individuo y solucionen desde el origen futuras situaciones de vulnerabilidad.
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