En 2002, poco después de haber sido nombrado responsable económico de la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE, defendí una «renta básica de ciudadanía» en un libro, De nuevo socialismo, que intentaba ser el manifiesto ideológico del grupo de jóvenes dirigentes que acabábamos de hacernos con las riendas del partido tras la larga hegemonía de la generación ganadora del Congreso de Suresnes. Y lo hice, para sorpresa de muchos y crítica de no menos, basándome en la propuesta del filósofo belga P. Van Parijs, según la cual, alguien que se muere de hambre no puede ser libre, en desarrollo de lo analizado por Rawls sobre el paquete de bienes básicos que debe garantizarse a todo el mundo en un sociedad justa. Pero también en el filósofo liberal Hayeck, quien defendía el deber moral del Gobierno, en una sociedad libre, de proteger a los ciudadanos contra las privaciones graves mediante una renta mínima garantizada. Tuve en cuenta además, por mi formación académica, los modelos económicos de equilibrio general que requieren, para alcanzar el óptimo, que en el mercado laboral los trabajadores puedan elegir, para cada nivel de salario, si trabajan o no y cuánto, lo que, es obvio, solo pueden hacer si la decisión sobre trabajar está desligada de su subsistencia pues, de otro modo, no es una decisión libre, el mercado deja de ser eficiente y todo el edificio teórico sobre el que está construida esta parte de la economía se derrumba.
En aquel momento ya fue un poco audaz por mi parte aproximar el nuevo socialismo a lo que, entonces, apenas sí reivindicaban movimientos más a la izquierda como los de la Red de Renta Básica, recién constituida. La propuesta tenía como contexto el debate sobre el Estado del Bienestar de la socialdemocracia europea que, en la época, giraba en torno a las propuestas del Nuevo Laborismo de Giddens y de un Blair triunfante, anterior a la guerra de Irak. El Pacto Social alcanzado en Europa tras la II Guerra Mundial es, sin duda, una de las mejores construcciones sociales de la historia y se basaba en un sistema político democrático y en dos pilares solidarios: un marco laboral que buscaba el pleno empleo a la vez que establecía la negociación colectiva entre los interlocutores sociales, así como un Estado del bienestar que caminaba sobre dos vectores complementarios: gran seguro universal frente a riesgos (salud, desempleo, jubilación, pobreza) y garantía de igualdad de oportunidades (educación), financiado todo ello de tal manera que contribuía más quien más riqueza tenía, aunque lo usara más quien más lo necesitara. Todo ello reforzaba la cohesión social y la igualdad real de los ciudadanos/votantes al establecer procedimientos reglados y negociados de transferencia de renta tanto entre empresarios y trabajadores (predistribución) como entre ricos y pobres (redistribución).
Los cuestionamientos a ese Pacto Social, ubicados minoritariamente en el liberalismo hayeckiano (por el papel preponderante otorgado al Estado) y en el comunismo extremo (porque no cuestionaba la propiedad privada de los medios productivos sino que se pactaba con sus dueños), empezaron a cobrar fuerza durante los años ochenta tras las victorias electorales de Thatcher y Reagan, con las críticas a su excesivo coste en relación con los resultados obtenidos. Es decir, sin discutir el fin, se criticaba la eficacia de los medios utilizados tanto para las empresas como para la sociedad, frente a una teórica superioridad técnica de otros mecanismos privados alternativos. Sobre esta supuesta carestía excesiva (despilfarro) de lo público, se basó toda una ofensiva para reducir impuestos y, principalmente, para aplanar la progresividad de los mismos al calor de los primeros pasos en la globalización, sobre todo, de la libertad de movimiento internacional de capitales. El segundo escalón en la crítica, a partir de ahí, se centraba en cuestionar otro punto esencial del modelo: su capacidad redistributiva. Si ya no era cierto que pagaran más quienes más tenían, tampoco lo era que los programas llegaran a quienes más los necesitaban. Y cuando lo hacían, su diseño empujaba a los beneficiarios a quedarse atrapados en la trampa de la pobreza más que a luchar por salir de ella. Alguno llegó a decir que todo el Estado del Bienestar no era más que una inmensa redistribución de rentas entre las clases medias, de las que estaban, en la práctica, excluidos tanto los más ricos como los más pobres. Ambas críticas tenían su punto de realidad y no reconocerlo, enrocarse en la defensa cerrada de los instrumentos, olvidando los fines, hizo que una parte importante de la socialdemocracia europea, aquejada de lo que llamé «síndrome del puente sobre el río Kwai», se alejara de la percepción mayoritaria de los ciudadanos. De manera creciente los grandes patrimonios, las herencias, las rentas procedentes del capital y las elevadas rentas del trabajo correspondientes a empresarios o altos directivos iban encontrando la forma legal para quedarse fuera de la progresividad del IRPF, que cada vez más se está concentrando en las rentas medias del trabajo dependiente.
Por otro lado, se iban acumulando evidencias sobre dos hechos: las políticas de lucha contra la pobreza dejaban fuera las nuevas formas de exclusión social que han ido surgiendo, y, a la vez, un número creciente de beneficiarios de esos programas lo eran de manera permanente. Desde esta realidad, que generaba una resistencia cada vez mayor a estas formas de solidaridad social ineficiente, se debe entender uno de los principios del Nuevo Laborismo: el Estado tiene la obligación de sostener al que no puede y de ayudar al que puede y lo necesita. Pero el beneficiario de esa ayuda tiene la obligación de aprovechar esa ayuda de manera adecuada.
Es en ese contexto de doble cuestionamiento del modelo cuando aparece lo que llamé en 1997 «la rebelión de los ricos», la protesta articulada de esas capas sociales que perciben que su contribución individual a la sociedad a través de impuestos es superior a lo que ellos perciben en forma de bienes y servicios públicos, fundamentalmente, porque sus niveles de renta les permiten utilizar la alternativa privada. Por ello, exigen adelgazar el Estado y rebajar la carga fiscal propia, a la vez que piden limitar, o incluso reducir, los niveles de cohesión y solidaridad alcanzados, sobre todo, porque no han servido, según ellos, para los objetivos perseguidos.
Esta ofensiva contra el Estado del Bienestar corrió paralela a la profunda desregulación del funcionamiento de las relaciones laborales, que debilitó la capacidad negociadora de los trabajadores, en medio de una economía en profunda transformación como consecuencia de la acción conjunta de dos vectores de gran fuerza: la globalización de la economía y la intensa revolución tecnológica impulsada por la digitalización. De manera progresiva, pero imparable, el deterioro del mercado laboral en forma de temporalidad, elevado paro estructural (tanto tecnológico como no), rebajas salariales, falsos autónomos, etc. ha hecho surgir en los países desarrollados un fenómeno impensable hace algunas décadas: los trabajadores pobres. Es decir, tener un trabajo hoy ya no es una vacuna contra la exclusión social.
Durante décadas, el modelo europeo (y, en menor medida, el norteamericano) permitía repartir el crecimiento económico a través de estos dos canales paralelos: un mercado de trabajado equilibrado entre empresarios y trabajadores y un Estado del Bienestar que redistribuía salario social en forma de bienes públicos equitativos. El desmantelamiento progresivo de ambos mecanismos en las últimas décadas, sobre todo con la crisis financiera de 2008 como excusa, ha provocado una desigualdad creciente en aquellas sociedades que, hasta ahora, presumían de un elevado nivel de cohesión social que servía de argamasa a unos sólidos sistemas democráticos. Pensar que esa desigualdad social está alimentando el desapego ciudadano a las instituciones y el surgimiento del populismo es una hipótesis válida.
Por último, en este repaso esquemático, la actual certeza de que una robotización creciente en el mercado laboral y la introducción masiva de nuevas tecnologías digitalizadas afecta a las cualificaciones de los trabajadores, modos de trabajo, esquemas retributivos y, sobre todo, a la cantidad necesaria de trabajo humano, vuelve a poner en el frontispicio del debate público si no estaremos a las puertas de un nuevo modelo social en el que debamos separar el trabajo de la subsistencia humana. Dicho de otra manera que recuerda lo mencionado antes sobre los esquemas de equilibrio general: si queremos aprovechar plenamente todas las potencialidades que ofrecen a nuestras vidas las nuevas tecnologías que conocemos y las que van a surgir, debemos establecer rentas básicas universales que permitan vivir al margen de las rentas obtenidas por cada uno en un mercado laboral más flexible, diverso e irregular queel actual. En la sociedad más productiva y rica a la que nos llevan las nuevas tecnologías es posible, incluso conveniente, que el trabajo ya no sea la única, tal vez ni la principal, fuente de obtención individual de rentas. Un uso socialmente equitativo de las ventajas de la tecnología nos liberaría, por fin, del bíblico castigo de «ganarás el pan con el sudor de tu frente», a la vez que permitirá hacer frente al desempleo tecnológico que, temporal o no, surgirá durante la implantación de la tecnología. En las últimas décadas, las políticas de igualdad tradicionales han tocado techo conceptual en la medida en que han ido dejando fuera de su ámbito de aplicación a un número creciente de colectivos que, siendo pobres o estando en riesgo evidente de serlo, no reúnen las condiciones y características necesarias para acceder a la protección de los instrumentos vigentes de garantía de rentas. Sobre todo, si aún siendo individuos pobres conviven, por razones culturales, bajo el paraguas de una familia en la que hay otro perceptor de rentas suficientes. Esta sería una razón suficiente para defender la implantación de una renta básica de ciudadanía, no por cuestiones de justicia social, sino por razones de defensa de la libertad individual para poder llevar adelante el proyecto de vida que cada uno decida. Todavía se encuentran muchas resistencias a la idea de que alguien tenga algún derecho universal, cobre algo, de manera incondicional, sin estado de necesidad ni ofrecer nada a cambio más que tener el título jurídico de «ciudadano». Pero no sería el único, ni el primer derecho incondicional de nuestras sociedades democráticas. Algo tan importante, por ejemplo, como el derecho al voto, no está condicionado a nada más que ser ciudadano inscrito en el censo electoral. De hecho, la gran aportación histórica que representó la Revolución francesa, cuya última expresión sería, sin duda, la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, es reconocer derechos iguales a todos los ciudadanos, con independencia de cual sea su cuna, riqueza, cultura, raza o sexo. Si todos tienen el mismo derecho al pensamiento, la palabra, la reunión, la manifestación y el voto, ¿por qué no tenerlo, también por igual, a una subsistencia garantizada por el colectivo de ciudadanos con el que eres fraterno? Seguramente, este es uno de los muchos debates que la revolución tecnológica en marcha convertirá, en breve, en obsoleto. Mientras tanto, todavía tenemos que distinguir entre los instrumentos condicionales (estado de necesidad), sometidos a contrapartidas (buscar trabajo, formarse, etc.) de lucha contra la pobreza (rentas mínimas, ingresos mínimos), de aquel otro instrumento incondicional que suscita apoyos crecientes (renta básica).
Intentar una transición pragmática desde unos al otro será una de las grandes tareas de nuestro tiempo a la que quiere contribuir este documento cuyas aportaciones me permito resumir a continuación. José Moisés Martín analiza las nuevas formas de desigualdad y las nuevas políticas que están surgiendo en torno a ellas. En España, el mercado de trabajo, las políticas fiscales poco redistributivas y la vulnerabilidad frente al cambio tecnológico configuran un escenario en el que la desigualdad y la pobreza pueden cronificarse, superando la capacidad del Estado Social para mantener la cohesión social. En este capítulo se realiza una breve panorámica del proceso de transformación de las desigualdades en España, con los nuevos patrones de desigualdad que han ido surgiendo (trabajadores pobres, hogares con hijos en situación de pobreza, etc.), así como del menú de opciones que la agenda pública está barajando para acometer la tarea de mantener y fortalecer la cohesión social. En concreto, se analizan medidas como el impuesto negativo sobre la renta, el crédito fiscal, la renta básica universal, la dotación universal desde el nacimiento o incluso la propuesta de trabajo garantizado. A continuación y bajo el título «Desde Stockton hasta Chicago y Nueva York: otros laboratorios de renta básica», Ana Berenguer reflexiona sobre varias iniciativas en Estados Unidos que han empezado a apostar por estudiar la renta básica ante el incremento de la desigualdad y la polarización del mercado laboral, especialmente por parte de las ciudades, que están tomando posiciones sin precedentes. Entre ellas destaca el programa piloto de Nueva York que proporciona a los ciudadanos un suelo de ingresos garantizado, con el objetivo de ayudar a los participantes de la prueba a mantener su empleo y puedan ajustar el uso del tiempo entre el trabajo remunerado y la capacitación laboral o los programas educativos, mejorando sus perspectivas a largo plazo y sus ganancias futuras. Con esta prueba neoyorquina se pretende, además, impulsar la conversación nacional y llenar los vacíos existentes en el frente de investigación y la política en los Estados Unidos y más allá. Independientemente de la forma que tome la renta básica, ante los retos que plantea la nueva economía, un ingreso básico debería ser incondicional y proporcionar un suelo para mitigar la inseguridad del ingreso cuando se pierden empleos o se recortan las horas.
El tercer capítulo, elaborado por José Antonio Noguera, hace un balance sobre la situación actual y los retos de futuro de las rentas mínimas en España. Para ello, ofrece una panorámica del contexto en el que surgen dichos programas, su evolución, los problemas de diseño e implementación, y los resultados en función del impacto sobre la pobreza. A pesar de la expansión sostenida durante treinta años, los programas de rentas mínimas siguen siendo en su mayoría insuficientes para reducir sustancialmente la alta tasa de pobreza en España, y no ayuda el hecho de disponer de diecinueve programas con regulaciones y niveles de generosidad muy dispares. Por ello se plantea la necesidad de una reforma del sistema de garantía de rentas que camine hacia una auténtica renta garantizada. Algunos de los pasos necesarios en esa dirección ya se están dando en las reformas recientes de las rentas mínimas de determinadas comunidades autónomas. Y continuando con la situación en España, en el siguiente capítulo Belén Santa Cruz analiza la Iniciativa Legislativa Popular en demanda de una prestación de ingresos mínimos que fue registrada el 21 de abril de 2015 por los sindicatos CCOO y UGT en el Congreso de los Diputados con el apoyo 700.000 firmas. Se abría con ello un debate parlamentario en el que han participado expertos de diversos ámbitos, en torno a la renta mínima, incluso yendo más allá y abriendo la discusión sobre otras alternativas como la renta básica y la necesidad de revisar nuestro actual mapa de protección social. Por su parte, Daniel Raventós centra su capítulo en la renta básica (incondicional) atendiendo a dos cuestiones esenciales: ¿es justa? y ¿es viable? Se aborda especialmente la relación de la renta básica con la libertad, pues solo la independencia material que se lograría a través de una renta básica daría al individuo las posibilidades reales para ser totalmente libre. Además, se incluye una propuesta de financiación de renta básica en España a partir del IRPF para una cantidad igual al umbral de la pobreza para todas las personas residentes en el Reino de España.
El problema que instrumentos como la renta básica o la prestación de ingresos mínimos tienen sobre los incentivos es desarrollado en el siguiente capítulo por Ignacio Conde-Ruíz. Partiendo del efecto positivo que tanto la Renta Básica Universal (RBU) como la Prestación de Ingresos Mínimos (PIM) pueden tener en el bienestar de la persona que las percibe o en la lucha contra la pobreza del país que la implementa, en este capítulo se atiende a los efectos de ambas medidas sobre la oferta de
trabajo, sus respectivos costes de financiación o los problemas que pueden surgir al englobar la RBU o la PIM en el contexto internacional, donde las economías están cada vez más integradas por el fenómeno de la globalización, con alto grado de libertad de movimiento de trabajadores y capital.
Luis Ayala y Milagros Paniagua continúan con un análisis sobre los complementos salariales, una de las propuestas que más protagonismo está teniendo en el debate sobre cómo garantizar una renta a toda la sociedad. En este capítulo se identifican las principales características de los complementos salariales a partir de la revisión de los diseños tanto propuestos en la literatura como en los países donde más se han desarrollado; se revisan distintas experiencias de complementos salariales, prestando una especial atención a los sistemas de Estados Unidos y Reino Unido, y se resume la evidencia conocida para España, incluidos los intentos que se han realizado de simulación de estas políticas. Y respecto a la relación de la renta básica con el cambio tecnológico, Manuel Alejandro Hidalgo explica que la Cuarta Revolución Tecnológica supone una serie de cambios en los modos de producción y, en consecuencia, en las relaciones laborales, que exigen nuevas medidas de protección social. A pesar de que no existe perspectiva de la aparición de desempleo tecnológico, el cambio tecnológico sí parece abundar en un aumento de la polarización salarial y de la desigualdad. Es por ello, y con estas perspectivas, por lo que el debate sobre una renta básica universal ha cobrado interés en el ámbito académico y no académico. Finalmente, en el último capítulo incluyo una propuesta concreta de un crédito fiscal universal: una renta garantizada que asegure un mínimo nivel de ingresos necesario para satisfacer las necesidades más básicas de todo individuo. Dicha propuesta parte de reconocer que en nuestro sistema ya contamos con un ingreso mínimo que está definido en el mínimo personal y familiar del IRPF, que nos sirve de referencia para establecer la renta mínima garantizada, que se le resta a la cuota del impuesto (ingreso por tipo impositivo). La propuesta debe venir acompañada de una aproximación gradual del resto de las prestaciones a este nivel mínimo.
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