Las familias con una persona inmigrante al frente tienen un riesgo de pobreza 2,5 veces mayor que las nacidas en España, y la brecha se amplió durante la crisis. El dato del año 2014, basado en los ingresos de 2013, fue el más desfavorable para la población inmigrante: en ese momento, casi una de cada dos personas vivía en hogares que ingresaban menos de lo establecido para eludir el riesgo de pobreza. El desequilibrio en el riesgo de pobreza se corrobora, e incluso se acentúa, si se examinan indicadores de pobreza más extremos, como los basados en el nivel de consumo o en la privación material (no incluidos en la tabla).
El empleo juega un papel clave para las familias inmigrantes, no solo por la posibilidad de obtener ingresos con los cuales mantenerse y enviar remesas a los países de origen, sino porque de él depende, en las primeras fases del proyecto migratorio, la renovación de los permisos requeridos para permanecer en el país. Antes de la crisis, muy pocas personas, tanto inmigrantes como nativas (menos del 3%, en torno a 1 millón de personas) vivían en hogares en los que todos sus miembros estuvieran desempleados. En 2013, en cambio, se rozó ya el 11% de la población, unos 5 millones de personas. La caída del empleo a partir de 2009 afectó a todas las familias, pero singularmente a las familias inmigrantes, que llegaron a tener un indicador del 16% durante los años centrales de la recesión. Con ello se abrió una brecha que todavía no se ha cerrado en la actualidad, tras años de mejora de los niveles de ocupación. De hecho, aunque los indicadores han mejorado para los inmigrantes, si se compara su evolución con la de los nativos se puede observar cómo la brecha entre unos y otros se ha incrementado notoriamente.
La precariedad laboral es un problema muy presente en el mercado laboral español, pero que no afecta por igual a todos los trabajadores. Las familias inmigrantes dependen en mayor medida de empleos temporales y, por tanto, más inseguros e inestables: en 2006, antes del inicio de la crisis, la proporción de inmigrantes en cuyas familias todos los contratos eran temporales casi triplicaba a la de los nativos. Con la crisis, los valores descendieron, ya que muchos contratos temporales se transformaron en situaciones de desempleo, y la brecha se atenuó un poco, pero no desapareció.
Aparte de ser más precarios, los trabajos que realizan los inmigrantes están en muchos casos mal pagados y tienen peores condiciones en cuanto a horarios, turnos o posibilidades de promoción. La hostelería, la agricultura intensiva, el trabajo doméstico o los servicios personales, como el cuidado de personas dependientes, son algunos de los nichos laborales que más recurren a mano de obra inmigrante, ante la dificultad de cubrir esos puestos con trabajadores españoles. Una consecuencia de esta mayor concentración en los sectores y puestos menos atractivos son las elevadas tasas de pobreza laboral observadas: más de un tercio de los trabajadores inmigrantes vive, pese a su empleo, en familias cuya renta disponible no supera el umbral de riesgo de pobreza y la situación empeoró durante la crisis. Entre la población autóctona el problema también existe, pero tiene menor magnitud y es más estable en el tiempo. Atajar la pobreza laboral es importante, entre otras razones, por su especial vinculación con la desigualdad de oportunidades de los niños y la pobreza infantil, que presenta en España altos valores en el contexto europeo.