Reseña
La ciencia y el futuro
Por qué deberíamos aceptar la incertidumbre y la duda en lugar de temerlas.
Según un viejo refrán judío, si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes. Esta máxima es tan pertinente hoy como lo fue hace siglos. Sin embargo, conforme el mundo adquiere más complejidad, parece que resulta más difícil predecir nuestro futuro.
Este es el hilo conductor de los dos libros que nos ocupan: The Cunning of Uncertainty [La astucia de la incertidumbre], de Helga Nowotny, y The Rightful Place of Science: Science on the Verge [El lugar apropiado de la ciencia: la ciencia al filo], escrito conjuntamente por un equipo de ocho científicos. Ambos títulos nos muestran cómo empleamos diversas herramientas para intentar gestionar nuestras expectativas acerca del futuro. Los sondeos de opinión basados en la tecnología predicen los resultados de las elecciones y los algoritmos evalúan los mercados financieros, mientras que el modelado del sistema terrestre aporta información sobre distintas situaciones hipotéticas que un clima más cálido comportaría. No obstante, a veces las predicciones son erróneas.
Las encuestas subestimaron las probabilidades de victoria de Trump y el resultado del referéndum del Brexit, y fueron pocos los algoritmos que vaticinaron la crisis financiera de 2008. Además, los posibles escenarios futuros que un clima más cálido podría ocasionar son tan complejos que cabe la posibilidad de que algunas partes del mundo se enfríen a causa de la alteración de las corrientes oceánicas, las formaciones de nubes y la dinámica de los ecosistemas. ¿Cuál es el origen? La incertidumbre. ¿Cómo podemos comprenderla, evaluarla y convivir con ella? Las dos obras mencionadas nos invitan a reflexionar sobre una de las herramientas más eficaces que nuestro mundo civilizado ha creado para coexistir con la incertidumbre: la ciencia.
Nowotny califica la incertidumbre de «astuta» porque, al igual que un zorro sigiloso, aparece cuando uno menos se lo espera. En su opinión, la astucia de la incertidumbre va más allá de la simple comprensión de que cuanto más aprendemos, más conscientes somos de lo que no sabemos. Este tipo de incertidumbres se denominan «incógnitas conocidas». Existe, sin embargo, otra clase de incógnitas que aún son más astutas; se trata de las incógnitas desconocidas: cosas que ni siquiera sabemos que no sabemos. Tomemos, por ejemplo, el cambio climático. En Science on the Verge, Jeroen P. van der Sluijs describe el modelado del sistema terrestre como una terra incognita. Los históricos núcleos de hielo de Vostok muestran niveles de CO2 en la atmósfera de hasta 280 partes por millón (ppm). Nuestro mundo actual presenta unos niveles superiores a las 400 ppm y, según el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, Intergovernmental Panel on Climate Change), podrían llegar a las 1.100 ppm. Dicho de otro modo, «el pasado ya no es la clave del futuro». No sabemos cómo reaccionarán los distintos sistemas sometidos a tanta presión ni qué puntos de inflexión ni ciclos de retroalimentación pueden surgir.
A la hora de abordar la incertidumbre, Nowotny adopta un enfoque filosófico y compara nuestro anhelo de certeza actual con la antigua práctica china de leer huesos oraculares. Durante la dinastía Shang, que existió hace unos tres mil años, los adivinos tallaban preguntas en caparazones de tortuga o huesos de ganado y leían las respuestas en grietas que se formaban al aplicarles calor: la suerte que correrían las cosechas, las campañas militares y las élites dirigentes.
Hoy —señala la autora—, los huesos oraculares han sido reemplazados por sofisticados algoritmos, potentes herramientas y complejos modelos de simulación para analizar el big data, los mercados financieros y la economía. La única diferencia entre entonces y ahora es que ya no dependemos de los dioses para decidir nuestro futuro. En un mundo posdeterminista, disfrutamos del poder de configurarlo nosotros mismos. Nowotny advierte que no debemos confiar en exceso en la ciencia moderna y en la tecnología para resolver nuestros problemas, al tiempo que nos revela la paradoja inherente a la incertidumbre. La autora nos convence de que, aunque la detestemos y anhelemos la certeza, en última instancia debemos aceptarla, pese a nuestra propensión natural a eludirla. En lugar de dejarnos con una sensación de desesperación acerca del estado actual de la ciencia, nos proporciona una saludable dosis de optimismo: lo que impulsa la ciencia es la promesa de descubrir algo nuevo e inimaginable, y cometer errores forma parte del proceso. Además, después de todo, no siempre es mejor saber qué nos depara el mañana.
Mientras The Cunning of Uncertainty formula una advertencia que debe ser motivo de reflexión, los ocho autores de Science on the Verge consideran urgente llevar las cosas un paso más allá. Argumentan colectivamente que la ciencia, en todas sus formas —en el ámbito práctico, institucional y existencial— está al borde de la crisis. Desde el posicionamiento de la ciencia posnormal (Funtowicz y Ravetz, «Science for the post-normal age», 1993), analizan con mirada crítica el empleo del conocimiento científico para la elaboración de políticas, asociándolo con problemas en la gobernanza de la propia ciencia. Observan la formación de fisuras en los organismos científicos, en la fiabilidad de la investigación y en la capacidad de los científicos para comunicar problemas complejos que afectan a la sociedad y, sobre todo, en el modo en que los científicos interactúan con los legisladores, frontera conocida como «interfaz ciencia-política». Aluden a temas polémicos que han socavado la confianza pública en la ciencia —como los peligros de la energía nuclear, el cambio climático, los organismos genéticamente modificados, el impacto de los pesticidas en las abejas y el fracking del gas de esquisto— y que están «tan enredados en tupidas y difícilmente separables marañas de hechos, Intereses y valores, que las partes implicadas son incapaces de alcanzar un consenso sobre la naturaleza del problema, por no hablar de la solución».
Ambos libros sostienen que uno de los peligros más manifiestos de la ciencia es el hecho de reducir fenómenos complejos, no lineales y ambiguos a cifras claras y fáciles de asimilar. Van der Sluijs cita el titular de una noticia que afirma que el 7,9 % de las especies del mundo se extinguirán como consecuencia del cambio climático, para acto seguido preguntar cómo es posible formular dicha afirmación si se desconoce el número total de especies que actualmente habitan en la Tierra.
Sin embargo, el problema va mucho más allá de una mera simplificación de cifras. Los autores consideran que la reducción de problemas complejos apunta a una relación malsana entre científicos y políticos conforme al paradigma de una «política basada en pruebas». En su opinión, el problema radica en un proceso de «hipocognición»: una excesiva simplificación y compresión del modo en que las personas perciben los problemas, explicaciones y soluciones. La hipocognición se asocia con la idea de «una ignorancia construida socialmente», de modo que los individuos e instituciones desarrollan versiones simplificadas del mundo para dar sentido a su complejidad, excluyendo una ingente cantidad de información que podría contradecir dicha visión. En este sentido, los autores ven una expectativa poco realista por parte de la sociedad y de los formuladores de políticas de que los científicos sean omniscientes y puedan facilitar todas las respuestas correctas. «Se da por hecho que debemos producir una respuesta cuantitativa, porque creemos que eso es lo que la ciencia puede y debería hacer».
Van der Sluijs señala que un ejemplo de que la ciencia puede pasar por alto detalles importantes es el procedimiento de consenso del IPCC. Expertos de distintos ámbitos deben llegar necesariamente a un acuerdo sobre los efectos del cambio climático. Si bien este método es eficaz a la hora de proporcionar conclusiones sólidas, cabe la posibilidad de que no tenga en cuenta escenarios menos probables, pero importantes. Así, según explica el autor, en el primer informe del IPCC, «el resumen dirigido a los legisladores no mencionaba la posible desaparición de la capa de hielo de la Antártida ni la de la circulación termohalina de los océanos como escenarios pertinentes para la política climática». Señala que, aunque esta información se incluyó en los capítulos detallados del primer informe del IPCC, fue excluida del resumen para las autoridades responsables porque era imposible llegar a un consenso sobre estas cuestiones. Y añade: «tales escenarios eran y siguen siendo sumamente relevantes para la elaboración de políticas, porque a los responsables de formularlas debería interesarles la posibilidad de que el nivel del mar aumente cinco metros si la capa de hielo de la Antártida Occidental se derrite. Es fundamental que los políticos y la sociedad conozcan este tipo de escenarios, aun cuando los científicos no puedan alcanzar un consenso sobre ellos».
Una conclusión clave de ambos libros es que no podemos ignorar la incertidumbre y, en especial, que no debemos engañarnos y pensar que hemos logrado dominarla. Desde un punto de vista práctico, ello significa presentar información cuantitativa a los formuladores de políticas del modo más responsable posible, brindándoles múltiples escenarios en lugar de una respuesta simple, proporcionándoles más transparencia acerca de cómo fueron obtenidos los resultados y llevando a cabo un control de la calidad, por ejemplo mediante análisis de sensibilidad. En vez de suprimir toda incertidumbre, Science on the Verge exhorta a «reintroducir intencionadamente dudas y reparos en el proceso de deliberación».
Una manera esencial de abordar las dudas consiste en formular las preguntas clave: ¿por qué, para empezar, suprimimos la incertidumbre, y en beneficio de quién? La ciencia nunca es un acto apolítico. Las cifras nunca son simplemente cifras: siempre se inscriben en un marco o discurso más amplios susceptibles de cambiar en función de un contexto cultural o político específico, algo que todos los autores subrayan insistentemente. Alice Benessia y Silvio Funtowicz sugieren que consideremos el discurso defendido por la administración de Eisenhower en 1953, según el cual la energía nuclear proporcionaría energía ilimitada a las personas y las naciones. «Nuestros hijos disfrutarán en sus hogares de energía eléctrica tan barata que no será necesario medir el consumo [...] viajarán sin esfuerzo sobre los mares y por debajo de ellos y por el aire con un mínimo de peligro y a gran velocidad», auguró en 1954 Lewis Strauss, presidente de la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos.
Hoy en día, argumenta Nowotny, muchos todavía depositan grandes esperanzas en la tecnología y la ciencia: «La nueva fuerza redentora, defendida por los gobiernos y la industria, es la innovación... por muy vago que sea el concepto». Alega que es más fácil implantar soluciones técnicas que realizar cambios en el tejido social, en particular cuando representan una amenaza para las jerarquías establecidas y los intereses creados. Sin embargo, una vez que consideramos la ciencia como un medio político, surge la posibilidad de entablar un debate colectivo, explican Benessia et al. Por ejemplo, ¿deberíamos aceptar la premisa de que la innovación tecnológica hace que llevemos una vida más feliz, o acaso la tecnología trae consigo una serie de problemas más complejos? ¿Deseamos más previsibilidad en un mundo dominado por los ordenadores? ¿Acaso la pérdida de incertidumbre plantea la contradicción de que un mundo más rutinario y menos creativo hace que nos adaptemos peor al cambio? Los autores reclaman procesos científicos más democráticos que incluyan un amplio abanico de puntos de vista de los grupos de interés, posturas normativas y participación.
Aunque ambos libros comparten las ideas fundamentales, que exploran qué significa la ciencia en el mundo de hoy —la importancia del encuadre político es un magnífico ejemplo—, adoptan perspectivas distintas. Nowotny nos insta a reflexionar mediante una secuencia cuidadosamente construida de paradojas y áreas grises de índole filosófica, mientras que los ocho científicos nos instan a actuar, proporcionándonos un manifiesto de reflexiones clave de expertos y medidas prácticas para mejorar la ciencia como institución. Ambos libros, de lectura obligada para obtener una visión global del estado de la ciencia y la formulación de políticas, plantean una conclusión esencial: en lugar de intentar predecir nuestro futuro, o de preocuparnos porque tal vez carezcamos de las herramientas adecuadas para prevenir desastres imprevistos, quizá antes deberíamos preguntarnos qué tipo de futuro deseamos.