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1Uno de los cambios más determinantes de los experimentados en nuestras condiciones sociales es el que se ha producido en la estructura generacional de la pobreza.
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2Comparado con los países de nuestro entorno, nuestro sistema fiscal es uno de los que menos redistribución genera.
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3La digitalización de la economía supone un factor multiplicador de la desigualdad ante la concentración de la productividad en unas pocas empresas, la polarización del mercado de trabajo y la flexibilización.
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4La experiencia internacional señala grandes éxitos en los programas de transferencias condicionadas.
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5Surge la necesidad de acometer una reforma en profundidad de nuestro sistema de protección social para adecuarlo a las nuevas necesidades sociales y económicas.
Introducción
Durante los últimos años hemos vivido la irrupción de la desigualdad económica en el seno de la opinión pública, particularmente de los países que más experimentaron la crisis financiera internacional, como España. Lo cierto es que la evidencia empírica muestra que estamos asistiendo a un nuevo patrón de generación de desigualdades, vinculado al cambio tecnológico, en el que las políticas públicas y las instituciones ejercen un importante papel moderador.
En el caso de España, el mercado de trabajo, las políticas fiscales poco redistributivas y la vulnerabilidad frente al cambio tecnológico configuran un escenario en el que la desigualdad y la pobreza de una parte de la población pueden cronificarse, superando la capacidad de nuestro Estado del bienestar para mantener la cohesión.
Frente a esta realidad, han surgido una serie de medidas de corte político y económico dirigidas a fortalecer la cohesión y luchar contra la pobreza, que han ganado peso en el debate público como posibles soluciones frente al desbordamiento del Estado del bienestar. El presente capítulo realiza una breve panorámica del proceso de transformación de las desigualdades en España, así como del menú de opciones que la agenda pública está barajando para acometer la tarea de mantener y fortalecer la cohesión social en lo que ya debemos considerar como la nueva normalidad.
1. Las nuevas dimensiones de la desigualdad en España
Comienza a ser un lugar común en los debates públicos que la ya no tan reciente crisis económica ha dejado heridas abiertas en la economía y la sociedad. La desigualdad, que era un asunto menor hace apenas una década, se ha convertido en el caballo de batalla del debate social, de manera que hoy en día es difícil que el tema no esté encima de la mesa cuando hablamos de nuestro proyecto de país. Las razones son evidentes: en 2009 Pickett y Wilkinson expusieron en Desigualdad: un análisis de la infelicidad social que el problema fundamental de la desigualdad es su capacidad de acentuar otros problemas sociales. Es decir, que en las sociedades más desiguales hay más problemas de violencia delictiva, enfermedades psicológicas, tasas de abandono escolar, embarazos de adolescentes e incluso problemas nutricionales como la obesidad. Partiendo de un determinado nivel de renta, las sociedades con más desigualdad tienden a ser sociedades peores. Por ello es ética y políticamente razonable examinar cuáles son los determinantes fundamentales de esta desigualdad económica y social.
Estando la desigualdad ya instalada en la agenda pública, en 2014, Thomas Piketty presentó su ensayo El capital en el siglo XXI, en el que el economista francés expone los principales elementos que, a su juicio, imbrican el crecimiento de la desigualdad con la dinámica de las economías capitalistas, señalando una ley fundamental por la que la rentabilidad del capital tendía a ser mayor que el crecimiento económico de una determinada sociedad, empeorando de esta manera la distribución de la renta disponible. La tesis de Piketty ha generado no pocos debates sobre su utilidad y realismo, alentando toda una nueva era de estudios sobre la desigualdad, en los que todavía no aprecia que haya un consenso claro.
Las razones de la desigualdad son múltiples, y responden en cada sociedad a sus propias dinámicas. No existe un único modelo de desigualdad, sino que son diferentes factores los que están incidiendo en la misma. La visión tradicional supone que la desigualdad es fruto de tres factores: el desarrollo tecnológico, la internacionalización de las economías y la estructura institucional y de relaciones de poder. No son interpretaciones exclusivistas, sino que, combinadas, ofrecen diferentes enfoques para una correcta aproximación a la desigualdad.
De todos ellos, la corriente principal de la economía tiende a considerar que el desarrollo tecnológico es el más importante. Así, parece probado que el fomento de patrones de crecimiento basados en el uso intensivo de tecnología tiende a concentrar las ganancias del crecimiento económico en las personas que, por su formación y capacidades, pueden incrementar más rápidamente su productividad con el uso de esas tecnologías, mientras que las personas con peor formación o capacidades se verían excluidas de estas ganancias. Este enfoque es el presentado por diferentes estudios del FMI (2017) o economistas como Acemoglu (2002), Card (2002), Autor et al. (2003), y otros muchos estudiosos de la desigualdad.
No obstante, el desarrollo tecnológico y su impacto en la desigualdad no debe ser absolutizado. Sociedades con un alto desarrollo tecnológico, con economías basadas en el conocimiento, pueden ofrecer desempeños notables en materia de cohesión social. Avanzando más allá, para Castells y Himanen (2010), el crecimiento de la economía de la información está indisociablemente asociado al fo mento de la igualdad y la cohesión social, siendo de hecho uno de sus factores de éxito, como demuestra el caso de las economías nórdicas. De hecho, los elementos institucionales suponen un aspecto fundamental a la hora de entender cómo el desarrollo tecnológico puede ofrecer resultados diferentes en materia de equidad social (Coatsworth, 2008), hasta tal punto que hoy se puede hablar de enfoques complementarios o incluso en competencia para entender el crecimiento de la desigualdad (Kristal y Cohen, 2007).
La adopción de un enfoque pluralista respecto de las fuentes de la desigualdad deviene, por lo tanto, en relación con las políticas, como uno de los elementos de éxito a la hora de abordarla y corregirla.
Partiendo de este doble enfoque, entraremos a examinar brevemente la caracterización de la desigualdad económica en España, que responde tanto a criterios de desarrollo tecnológico como institucional.
España ha experimentado en el último decenio un importante incremento de los niveles de desigualdad, llegando a ser el país de la Unión Europea donde más ha crecido. Además, lo ha hecho a través de una transformación de su naturaleza, de manera que los condicionantes de la pobreza, la desigualdad y la exclusión social se han visto sustancialmente modificadas a lo largo de la última crisis y la subsiguiente recuperación. Los factores que debemos identificar como claves a la hora de entender la evolución reciente de las desigualdades en España son cuatro: desigualdad en el mercado de trabajo, desigualdad generacional, desigualdad fiscal y desigualdad generada por el cambio tecnológico.
1.1. Desigualdad laboral: acceso al empleo y a los salarios
El trabajo es la principal fuente de renta de la población, por lo que examinar el acceso y la calidad del mismo supone una de las claves explicativas de la desigualdad económica. Sin embargo, el acceso a un trabajo de calidad y estable es muy desigual en España. Las tasas de desempleo crecieron de manera muy acusada durante la crisis y, pese a la recuperación, están lejos todavía de los niveles previos a la misma.
El acceso al empleo es la primera fuente de desigualdad: una alta tasa de paro significa que una parte importante de la población no tiene acceso a la principal fuente de renta. Si además tenemos en cuenta las desigualdades de acceso al mismo, nos encontraremos con la primera barrera: las mujeres, los jóvenes y los parados de más de 45 años no cualificados son los colectivos con mayores dificultades para encontrar un empleo; esto genera un desempleo de larga duración que supone un verdadero reto para el acceso a un trabajo digno y de calidad.
El desigual acceso al empleo supone también una desigual participación en los salarios: la crisis ha generado también un incremento de la desigualdad salarial, medida a través del índice de Gini salarial. La fuerte subida de la desigualdad salarial se debe fundamentalmente a la desigual evolución en las rentas salariales, que castigó particularmente a las rentas salariales más bajas. De esta manera, el decil con salarios más bajos perdió hasta un 15% de las rentas salariales entre 2008 y 2016, mientras que los deciles medios altos, prácticamente, no vieron variada su situación, a excepción del decil 10, que sufrió también una pérdida de un 3% durante esos años.
Este fenómeno de incremento de las desigualdades salariales debe entenderse como el resultado de dos factores: el descenso del salario por hora trabajada, y las desiguales condiciones laborales en cuanto a la precariedad laboral, que de nuevo ha afectado de manera desigual a la población. En un estudio publicado en 2017, Fernández Kranz (2017) mostró que la población menor de 25 años que accedía al mercado laboral por primera vez cobraba en 2015 hasta un 33% menos que los jóvenes que lo hacían en 2008. De ese 33%, un 11% correspondía a una pérdida de salario/hora, mientras que el resto de la diferencia se debía al menor número de horas trabajadas: los jóvenes tienen una tasa de temporalidad y de parcialidad sustancialmente mayor hoy que en 2008, y, en ambos casos, es muy superior a las tasas de temporalidad y parcialidad de la población con mayor edad.
El resultado de este proceso de descenso salarial de los salarios más bajos ha su puesto un incremento en la tasa de trabajadores pobres, que son aquellos que, pese a tener un empleo, permanecen por debajo del límite de la pobreza. En 2016, el 13% de los trabajadores viven por debajo del nivel de la pobreza, siendo el tercer país de la Unión Europea con mayor ratio de trabajadores pobres, tras Rumanía y Grecia. No se trata solo, por lo tanto, de acceder al empleo, sino sobre todo de hacerlo en condiciones de calidad y seguridad. Desde ese punto de vista, nuestro mercado laboral está fallando estrepitosamente.
1.2. Desigualdad generacional: la pobreza infantil y juvenil como principal fuente de desigualdad
Uno de los factores más determinantes del cambio experimentado en nuestras condiciones sociales es el que se ha producido en la estructura generacional de la pobreza. Al inicio de la crisis, los mayores de 65 años eran uno de los sectores poblacionales con mayor tasa de pobreza relativa. Hoy en día, son el sector poblacional con menor tasa de pobreza. Frente a esta evolución, la pobreza infantil ha despuntado como el principal problema de desigualdad de España, que en los últimos años de la recuperación se ha cebado en los menores de 30 años.
Este cambio de composición supone un elemento importante de transformación en la naturaleza de nuestra desigualdad, a la vez que supone un reto para nuestro Estado del bienestar: al mismo tiempo que certifica el éxito de nuestro sistema público de pensiones como elemento corrector y de garantía de rentas, una vez que se deja el mercado de trabajo, señala las dificultades que tenemos para abordar la desigualdad que aparece en las etapas más tempranas de la vida, con graves consecuencias para las trayectorias vitales de las personas. Un niño que crece en condiciones de pobreza tiene más probabilidades de abandonar los estudios, tiende a tener peores resultados académicos y crecerá en un contexto socioeconómico que influirá en buena parte su futuro profesional. La desigualdad en las etapas tempranas de la vida es el principal obstáculo para la movilidad social intergeneracional y, por lo tanto, para la igualdad de oportunidades a lo largo de la vida. Según un estudio de la OCDE, en España, una familia pobre necesitará cuatro generaciones para alcanzar la clase media, una cifra que es menor que el promedio de la OCDE pero el doble que en países como Dinamarca (OCDE, 2018). La presencia de niños en los hogares incrementa el riesgo de pobreza, particularmente en los hogares con solo un adulto y uno o más niños dependientes, ya que 4 de cada diez se encuentran en riesgo de pobreza.
La pobreza en etapas tempranas se traslada hoy a las etapas juveniles: el desempleo juvenil y la precariedad en el empleo hace que la pobreza relativa para los más jóvenes se haya incrementado en más de diez puntos desde 2008 a 2017, siendo el grupo poblacional con mayor incremento de la pobreza relativa. En esta etapa vital, el factor fundamental de precariedad social es el mercado de trabajo. La temporalidad en las etapas más tempranas es muy superior a la que se produce en trabajadores adultos. Gracias a Felgueroso y Jansen (2018), sabemos que la temporalidad es el principal canal por el que se produjo el ajuste salarial durante los años de la crisis en España, y esta temporalidad afecta fundamentalmente a los más jóvenes. Los trabajadores de menos de 30 años suponen el 16% de la población, pero son el 33% de los trabajadores con contrato temporal.
El resultado de este proceso es un grave diferencial en materia de pobreza laboral entre los más jóvenes y el resto de la población adulta. En España, en 2015, uno de cada cuatro jóvenes que trabajaba se encontraba por debajo del nivel de la pobreza, cifra que en 2016 seguía notablemente por encima de la media del conjunto de la población.
Alta precariedad, bajos salarios y alta tasa de desempleo definen el presente de un sector poblacional que accede al mercado laboral en peores condiciones que las existentes en otros momentos de nuestra historia reciente. Esta combinación de la pobreza en la infancia y la pobreza en las etapas tempranas de la vida adulta suponen un importante reto para la cohesión social en el medio y largo plazo. Esta brecha se agudiza todavía más si tenemos en cuenta el género.
1.3. Desigualdad fiscal: ingresos y gastos poco redistributivos
Con estas brechas sociales generadas a través de una determinada concepción del mercado, España se enfrenta al reto de reducir sus impactos a través de los mecanismos de redistribución de la renta y, particularmente, a través de los ingresos y gastos públicos. Es en este apartado donde nuestro país encuentra la última gran brecha de su desigualdad: nuestro sistema fiscal es uno de los que menos redistribución genera. De hecho, España es, junto con Italia, uno de los países de la Unión Europea donde menos capacidad de redistribución tiene el sector público.
Las razones de esta escasa reducción de las desigualdades hay que buscarlas en factores de economía política: quién y cómo paga impuestos, y cómo se deciden las prioridades del gasto público. Con respecto a los impuestos, España se sitúa por debajo de la media de la Unión Europea, hasta en siete puntos del PIB, con un sistema muy ineficiente y poco progresivo. Debido al peso de los impuestos indirectos, según un estudio de FEDEA, en España los pobres pagan proporcionalmente más impuestos que la clase media, y solo son superados por los más ricos.
De la misma manera, los gastos públicos que dependen de los presupuestos no suponen un ejercicio de redistribución: de acuerdo con los datos de la OCDE, y atendiendo a las transferencias monetarias, en España el decil más pobre de renta recibe solamente el 4% de todas las transferencias monetarias del sector público.
El resultado de este ejercicio es que España es, junto con Italia, el país de la Unión Europea con menos transferencias netas para el decil más pobre. De acuerdo con los estudios de la Unión Europea, en España todos los deciles, salvo el más rico, recibe más transferencias netas de las que aporta, mientras que en otros países, como Finlandia, Alemania o Dinamarca, los contribuyentes netos al sistema comienzan en la clase media, concentrando de esta manera los esfuerzos de las transferencias en las clases más empobrecidas (Comisión Europea, 2017).
El motivo de esta distorsión es el diseño de nuestro modelo de políticas públicas, que está pensado para fortalecer y asegurar la posición de las clases medias, con poca redistribución entre los más ricos y lo más pobres: el destino de fondos para garantizar la universalidad y la casi gratuidad de algunos servicios de acceso exclusivo a las clases medias y medio-altas (como el gasto universitario), el diseño de nuestro sistema de pensiones –que se basa en una contributividad muy poco progresiva– y la ausencia de programas suficientemente dotados contra la exclusión social y la pobreza señalan el camino por el que transcurre nuestro Estado del bienestar, un Estado diseñado para satisfacer las exigencias y las necesidades de las clases medias, pero que deja de lado las necesidades de la población más afectada por la desigualdad.
1.4. El efecto de la economía digital y el cambio tecnológico
Como ya se ha señalado, la digitalización de la economía supone un factor multiplicador de la desigualdad. España no es ajena a este factor: está documentado que cuando el crecimiento económico se basa en el progreso tecnológico, las personas con mayor formación y capacidades se aprovechan más de los nuevos avances, incrementando así su participación en la renta.
De esta manera, las ganancias de productividad que se concentran en determinadas firmas denominadas «frontera» y los costes de la adaptación del mercado laboral a las nuevas tecnologías como, por ejemplo, la automatización del empleo suponen un importante reto en la distribución de la renta y los salarios.
Atendiendo a los datos de los principales estudios sobre este particular, la automatización puede poner en riesgo los empleos de un porcentaje no menor de la población, que varía en función de las metodologías utilizadas, entre un 10% y un 60% de los empleos (ILO, 2008). Contra estas estimaciones, cabe señalar que a largo plazo se espera que las nuevas tecnologías generen tantos puestos de trabajo como los que destruyen, si bien hay que tener en cuenta que no toda la población tendrá las capacidades y cualificaciones para ejercer esa transición de manera efectiva (OCDE, 2016).
La evidencia empírica demuestra que nos encontramos en un proceso de polarización entre empleos de alta cualificación y empleos de muy baja cualificación, en el que, además, los empleos consistentes en tareas rutinarias y repetitivas tienden a desaparecer (Fonseca et al., 2018). Este proceso ya ha hecho su aparición en España (Lago, 2017), donde se observa una polarización entre trabajadores cualificados y no cualificados. Así, de acuerdo con Anghel, De la Rica y Lacuesta (2013), al efecto de la reducción de los salarios reales debe añadirse la polarización creciente del mercado de trabajo: aumentan su participación en la fuerza de trabajo los empleos que requieren tareas manuales –pintores, albañiles o personal de limpieza–, mientras que disminuyen los que implican tareas rutinarias –servicios de atención al cliente, operarios de maquinaria– y no se observa una gran variación en los trabajos con mayor componente abstracto, como directivos de empresa o profesionales técnicos y científicos. De la misma manera, un estudio desarrollado por Raquel Sebastián (2017) indica que el impacto de la polarización se concentra en un incremento de los puestos de trabajo en los tramos salariales bajos (servicios personales, personal de limpieza) y altos (directivos, profesionales de la ingeniería), y un descenso de los puestos con tramos salariales medios (personal administrativo, trabajadores industriales). En una situación en la que el crecimiento de los empleos se sitúa en los dos extremos del abanico salarial, la desigualdad tenderá a crecer de manera estructural.
Junto con la polarización, otro de los efectos directos de la automatización y la irrupción de la economía digital es la tendencia a la flexibilización del mercado de trabajo. Donde antes se podían encontrar trabajos para toda la vida, hoy aparece un mercado laboral que se fragmenta, con una intensidad laboral variable y donde las fuentes de ingresos no siempre provienen de las mismas tareas o servicios. Esta flexibilidad supone también un alto grado de incertidumbre y un problema que afecta a un sistema de protección social pensado para una población con contratos indefinidos de por vida (Rodríguez, 2017). La aparición de nuevas formas de trabajo, articuladas en torno a las plataformas digitales, supone un importante reto en materia de regulación laboral y protección de los trabajadores, por cuanto su plena caracterización no está desarrollada todavía y sus efectos sobre las condiciones de vida de los trabajadores presentan importantes déficits en materia de equidad social.
Así, podemos señalar que, combinando estas tendencias, la concentración de productividad en unas pocas empresas, la polarización del mercado de trabajo y su fragmentación y flexibilización pueden tener un efecto adicional sobre la desigualdad.
1.5. ¿Un nuevo patrón de desigualdad para España?
Atendiendo a estos condicionantes, la crisis económica en España y las transformaciones productivas están generando un nuevo patrón de desigualdad en nuestro país: trabajadores pobres, hogares con hijos en situación de riesgo de pobreza y exclusión social, dualidad y polarización en el mercado de trabajo constituyen los elementos clave de un nuevo modelo de desigualdad económica y social, que nuestro tradicional Estado del bienestar, vinculado a trayectorias laborales estables y a fuertes elementos contributivos a través del sistema de pensiones, no está siendo capaz de abordar.
Como señalábamos en la introducción de este apartado, los aspectos de dinámica del mercado de trabajo y su relación con el desarrollo tecnológico se articulan con un deficiente sistema institucional, que tiene poca capacidad redistributiva y de protección de las personas en riesgo de pobreza y exclusión social. Debemos plantear la reflexión sobre la necesidad de abordar una reforma de nuestros sistemas de protección social desde este punto de vista.
2. Las nuevas políticas de lucha contra la desigualdad: menú de opciones
Partiendo de esta realidad, han ganado peso las ideas para el desarrollo de una serie de nuevas políticas públicas destinadas a la lucha contra la pobreza y la desigualdad. En efecto, el sistema tradicional de protección social, basado en la participación más o menos permanente en el mercado de trabajo, está dejando de tener sentido cuando una parte creciente de la población se encuentra fuera del mismo o cuando la participación en el empleo está fragmentada en el tiempo y en las tareas. Así, a lo largo de los últimos años, han ido apareciendo diferentes opciones para combatir la creciente desigualdad y mantener un grado de protección social aceptable, entre las que citaremos las siguientes:
2.1. Reformas en el sistema social contributivo y en el Estado del bienestar
La principal vía de ataque a las nuevas realidades sociales y políticas ha venido de la mano del reformismo de la tercera vía, en lo que se ha denominado el «Estado dinamizador» (Mulas, 2011). Se trata de un enfoque que, ante la incapacidad del Estado de ofrecer una protección social adecuada, centra sus esfuerzos en una reforma del sistema del bienestar, a través de una mayor inversión social en las edades tempranas, como la infancia y la juventud, el desarrollo de políticas activas de empleo, la generación de incentivos para la integración en el mercado de trabajo y la traslación del gasto social desde el grueso de la clase media a las personas más pobres. Este ejercicio incluye una reforma de las pensiones y de los beneficios que favorecen más a las rentas medias y altas en términos distributivos.
Estos procesos de transformación ganaron peso en la década pasada; a la luz del impulso desarrollado por el New Labour, y alentado por el sociólogo Anthony Giddens (2006), se configuraron como una nueva agenda social particularmente para Europa. El enfoque de partida suponía una reconfiguración de las políticas de protección social para hacer frente a tres circunstancias: la creciente competencia internacional, la crisis fiscal de los Estados del bienestar y la necesidad de afrontar los retos de la sociedad del conocimiento.
Los resultados de este esfuerzo modernizador todavía no han sido analizados convenientemente. En España, la puesta en marcha de este proceso de modernización del Estado social ha generado no pocas resistencias, que han modificado las capacidades de reforma (Del Pino et al., 2016).
2.2. Sistemas de ingresos condicionados: el ingreso mínimo y los programas de transferencias condicionadas
De manera complementaria con el anterior modelo, se han desarrollado diferentes estrategias de ingresos condicionados, como las rentas mínimas de inserción o los ingresos mínimos garantizados. Este esquema de funcionamiento supone que cualquier persona que cumpla unos determinados criterios de elegibilidad puede acceder a una renta mínima –variable en función de las disposiciones presupuestarias– que se concede durante un período de tiempo y bajo determinadas circunstancias, tales como buscar trabajo, etcétera.
La experiencia en España se centra en la puesta en marcha, en diferentes comunidades autónomas, de sistemas de ingresos mínimos y rentas mínimas de inserción, con dotaciones y resultados desiguales.
La experiencia internacional señala también algunos grandes éxitos en los programas de transferencias condicionadas. Así, suele señalarse el éxito del programa Bolsa Familia de Brasil, o del programa Oportunidades de México, en los que cuantías mensuales se vinculaban a acciones de inserción y promoción, como puede ser la asistencia de los niños de la familia al colegio (Ceccini y Atuesta, 2017). Los programas de transferencias condicionadas en América Latina han sido considerados muy positivamente, contando con hasta 18 países que ejecutan este tipo de iniciativas.
El principal problema que plantean los ingresos condicionados está relacionado con el diseño de los mismos, particularmente con las condiciones de ingreso y con los procesos de salida, ya que si esta es demasiado brusca, puede generar un problema de incentivos. La evidencia recogida por parte de algunos estudios empíricos muestra que los sistemas de rentas mínimas no constituyen un factor de retraso en el acceso al mercado de trabajo, como señalaba De la Rica y Gorjón (2018) para el caso del País Vasco. Por otro lado, la condicionalidad de los mismos y la manera de evaluar dicha condicionalidad suponen un importante reto. Por último, los niveles de cobertura de estos sistemas de rentas de inserción no son universales, y las dotaciones presupuestarias tienden a ser claramente insuficientes para el cumplimiento de sus objetivos (Malgesini, 2014).
2.3. Los impuestos negativos sobre la renta
El impuesto negativo sobre la renta es un modelo de transferencias ideado inicialmente por Friedman (1962) y Tobin (1967), en el que suponían que hasta un determinado umbral, una persona debería recibir un impuesto negativo sobre su renta. El impuesto negativo sobre la renta supone que bajo determinado umbral, una persona o individuo recibe una aportación del Estado –impuesto negativo– hasta alcanzar ese nivel de umbral, a partir del cual comienza a pagar impuestos. La cuantía recibida está relacionada con la distancia entre su renta bruta y el umbral establecido. El mecanismo original proponía simplificar a partir del mismo los sistemas de protección social, unificando en un único instrumento todas las contribuciones.
Las modalidades de este tipo de impuestos negativos son múltiples. Puede, por ejemplo, dirigirse exclusivamente a las personas que ya tienen ingresos, por pequeños que sean, funcionando en ese caso como un complemento de rentas, pues para acceder al mismo se debe presentar una declaración de la renta.
El crédito fiscal es una fórmula extraída de los impuestos negativos. Se trata del otorgamiento de un crédito fiscal a las personas que, a pesar de trabajar, no alcanzan determinados ingresos, de manera que, llegada la declaración de la renta, este crédito es deducido de sus impuestos, aportando un complemento salarial. Este modelo es utilizado en Estados Unidos, a través del Crédito tributario por ingreso al trabajo (EITC), siendo el principal programa de apoyo a las familias pobres en Estados Unidos. El Gobierno federal complementa, a través de una transferencia, los ingresos de los trabajadores más pobres, atendiendo a sus circunstancias personales y familiares. Las cuantías se incrementan en los tramos bajos y se reducen según se acercan al umbral superior de cobertura de la política. La principal virtud del programa es que, al aplicarse exclusivamente a las familias que tienen algún tipo de ingresos por el trabajo, suponen un importante incentivo para trabajar, aunque los trabajos tengan salarios bajos.
El EITC supone un programa exitoso en materia de reducción de la pobreza de las personas trabajadoras, pero su principal limitación se plantea precisamente en su incapacidad para proteger a las personas sin ningún tipo de ingresos. También se han identificado dificultades administrativas en su gestión, que suponen una barrera adicional para las personas beneficiarias del programa (Crandall-Hollick et al., 2018).
2.4. Renta básica universal
La renta básica universal se basa en el otorgamiento de una cuantía fija y universalpara todos los ciudadanos, con independencia de su nivel de renta y conductas. Estemodelo ha sido experimentado de manera local a través de programas sociales, comoel desarrollado en Finlandia entre 2016 y 2018, pendiente aún de la presentación deconclusiones, aunque quizá la experiencia más consolidada en el tiempo se refiera al Fondo Permanente de Alaska, por el que los ciudadanos reciben una cuantía periódica en compensación por el uso de los recursos naturales (Goldsmith, 2002).
El ingreso básico universal supone una modalidad sencilla de administrar para proporcionar ingresos básicos de manera incondicional a toda la población. En los últimos años, su irrupción en el debate público ha pasado de ser una propuesta relativamente marginal, situada en los extremos del arco político, a ser considerada una opción por parte de las corrientes principales de la economía (Lowrey, 2018). Sin embargo, subsisten dudas sobre la capacidad de financiar un programa de tal magnitud, así como ciertas controversias sobre su impacto en materia de incentivos. Dado el carácter introductorio del presente capítulo, dejaremos para el resto del presente documento el análisis detallado de esta opción de políticas públicas.
2.5. Dotación de capital universal desde el nacimiento
Anthony Atkinson propone, en su libro Desigualdad (2016), una dotación de capital universal desde el nacimiento, recogiendo la propuesta de Le Grand y Nissan (2000). Esta dotación universal podría ser utilizada en ahorro, formación, en la puesta en marcha de un negocio o sencillamente en consumo. La medida está pensada para compensar el efecto de la desigualdad generacional y permitir arrancar la vida adulta en mejores condiciones económicas.
El objetivo de esta medida es favorecer la igualdad de oportunidades al inicio de la vida adulta, ampliando las posibilidades vitales de una persona. Ackerman y Alstott (2004) proponían una cifra de 80.000 dólares para Estados Unidos, que sería de libre disposición una vez que se alcanzara la vida adulta. En esta modalidad, los autores señalan que la dotación de capital debería reintegrarse al fondo inicial al final de la vida profesional, descontando los intereses.
2.6. Trabajo garantizado
A la lista de nuevas propuestas se ha añadido la del trabajo garantizado. Se trata de la puesta en marcha de programas que conceden un trabajo, financiado por el sector público, para las personas que lo han perdido. Se trata, por lo tanto, de una política de activación del empleo, que sitúa al Estado como «empleador de último recurso», en una lógica de mantenimiento del pleno empleo. La experiencia más cercana sobre este particular es la de trabajo garantizado de Argentina. Bernie Sanders lo incorporó a su plataforma en 2016, generando un intenso debate sobre su viabilidad (Kim, 2018) y deseabilidad (Standing, 2018).
3. Conclusiones. ¿Reforma o complemento del sistema del bienestar?
Cada una de las diferentes opciones que se han presentado en este capítulo responden a propuestas que las fuerzas políticas han incorporado, de una u otra manera, a sus diferentes programas de políticas públicas, en un contexto de reformulación de las políticas de cohesión social.
Estas propuestas suponen un reconocimiento del desbordamiento de los instrumentos tradicionales del Estado social, que no ha sido capaz de contener el incremento de las desigualdades en nuestro país pese a los diferentes intentos de reforma. El contexto del desarrollo de nuestro modelo económico nos hace prever que la desigualdad se mantendrá en niveles altos, particularmente en lo relativo al impacto de las nuevas tecnologías en un mercado de trabajo ya de por sí dualizado y precarizado. Frente a esta realidad surge la necesidad de acometer una reforma en profundidad de nuestro sistema de protección social, para adecuarlo a las nuevas necesidades sociales y económicas.
Los nuevos instrumentos que se han presentado someramente en este capítulo responden a esa realidad. España debe reflexionar sobre los mismos con el objetivo de conocer y determinar cuál se adapta mejor a las condiciones económicas, sociales, políticas y culturales de nuestro país. La cuestión determinante que debemos resolver es si la puesta en marcha de estas políticas complementa o sustituye la necesaria reforma del Estado del bienestar realmente existente, de manera que podamos establecer una agenda de cambio lo suficiente ambiciosa como para contribuir con éxito a la reducción de las desigualdades sociales, de la pobreza y la exclusión social, y, por lo tanto, al mantenimiento de la cohesión social en los tiempos de la economía digital.
Basarse en la evidencia y en las diferentes experiencias tiene que ser un punto de partida. En el presente capítulo hemos intentado destacar algunas de las más relevantes, como los programas condicionados y de rentas mínimas, los créditos fiscales o los experimentos en materia de renta básica. Aprender de sus lecciones y establecer mecanismos que permitan un adecuado diseño de los instrumentos y políticas públicas puede marcar la diferencia en el momento de implementar políticas exitosas.
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