La cobertura de las necesidades sociales en un territorio es el resultado de la interacción entre factores económicos, demográficos y sociales, junto con la intervención pública. El diseño y la intensidad protectora de las políticas de transferencias públicas, tanto las centradas en las familias como las de carácter general, desempeñan un papel esencial. En relación con los factores económicos, los objetivos de la Estrategia Europea para el empleo han subrayado la necesidad de promover la igualdad de oportunidades en los países de la UE, para lo que se ha propuesto incrementar la participación de padres y madres en el mercado de trabajo a través de mejoras en las posibilidades de conciliación laboral y familiar. Muchos países disponen de políticas de reducción del coste de crianza de los hijos a través de reducciones impositivas, prestaciones monetarias o sistemas de cuidados infantiles de carácter público para las familias.
En cuanto a los elementos de intervención pública, las políticas se canalizan a través de dos vías de acción: la política fiscal y la política de gasto social. Sobre el bienestar infantil inciden al mismo tiempo tanto las ventajas fiscales y los gastos públicos dedicados específicamente a las familias como todo el conjunto de las políticas fiscales y de gasto público. Así, por un lado, la estructura y el diseño de los impuestos cuyo principal objetivo es la búsqueda de la igualdad de oportunidades de los ciudadanos son variables clave. Por otro lado, son muy importantes la estructura y dimensión de las grandes políticas de gasto social que benefician a todos los que conviven en un mismo hogar, como las pensiones de jubilación o las prestaciones por desempleo.
El peso de las políticas familiares en nuestro país en el total de las políticas públicas ha sido tradicionalmente muy bajo y al comienzo de este siglo no suponía siquiera ni la mitad de lo que dedicaban otros países de la eurozona. Las políticas familiares en España se desarrollaron bajo la dictadura de Franco a partir del papel prominente de la familia en la sociedad de la época y tras la llegada de la democracia sus cuantías no se actualizaron. En 1990 se introdujo una prestación por hijo no ligada al empleo de un adulto del hogar: la prestación por hijo a cargo. Esta prestación utiliza un baremo de renta y va dirigida a aliviar las dificultades económicas de las familias con menores dependientes o con alguna discapacidad y con muy pocos recursos.
Esta prestación no supuso un cambio significativo en la economía de las familias pobres con menores porque, aunque el límite de renta fijado no era excesivamente bajo, la cuantía de la prestación es muy pequeña. Además, en los años siguientes los baremos de renta no se actualizaron con el Índice de Precios al Consumo (IPC), por lo que solo experimentaron pequeños aumentos entre 1991 y 1995. Todo ello hizo que las políticas familiares fueran esencialmente insignificantes como mecanismo de solidaridad social en nuestro país hasta finales del siglo pasado. Después, durante la primera década de este siglo evolucionaron en paralelo a la trayectoria general del resto de las políticas públicas de carácter monetario.
El peso de las políticas públicas dirigidas a la infancia en la UE es muy heterogéneo y también su impacto sobre la pobreza del colectivo, lo que no resulta ajeno a las diferentes tipologías de Estados de bienestar vigentes en los países del continente. España se encuentra a la cola en gasto en familia e infancia como porcentaje del PIB entre los países de la Unión Europea. La característica diferencial de nuestro sistema de prestaciones e impuestos respecto a otros países europeos es la limitada dimensión del efecto redistributivo de todas y cada una de las políticas que lo conforman (a excepción de las pensiones contributivas) y, en particular, de las políticas familiares. Los gastos en protección social dedicados a “familia e hijos” en España son muy bajos en comparación con la media de la eurozona. En 2011 el gasto apenas llegaba a un 1,4% del Producto Interior Bruto (PIB), mientras que la media de los países de la eurozona casi doblaba esa cifra. La evolución del peso económico de estos gastos ha atravesado dos fases distintas. Primero creció, doblándose prácticamente en proporción del PIB, entre 2001 y 2007. La llegada de la crisis frenó en seco este proceso, cayendo su peso en proporción al PIB en los últimos años.
El análisis de la evolución del peso de las políticas familiares en el total de las políticas de protección social lleva a conclusiones similares. En 2001 las políticas familiares suponían menos del 5% del total del gasto social, muy lejos de la media de los países de la eurozona, pero ese porcentaje aumentó significativamente hasta 2007, pasando del 4,7% al 6,3%. En el ámbito estatal, se reformaron las prestaciones por hijo a cargo, se creó una prestación-desgravación para las mujeres trabajadoras y madres de niños de 0 a 3 años, una deducción para familias monoparentales y numerosas, y una prestación universal por nacimiento. En el ámbito autonómico, se aprobaron distintos tipos de prestaciones por nacimiento, parto múltiple y conciliación familiar. Con la crisis, muchas de las reformas de las prestaciones existentes se frenaron o revirtieron y las prestaciones autonómicas fueron recortadas o suprimidas.
La evidencia que ofrecen los trabajos que han analizado las políticas familiares en España muestra que la política más potente y de mayor peso económico son las desgravaciones fiscales por hijo y no las prestaciones. Las desgravaciones fiscales suponen deducciones en la cuota por diferentes circunstancias familiares y algunas difieren según la comunidad autónoma en la que se tribute. Otras deducciones en la cuota están relacionadas con la adopción, el parto múltiple, el cuidado de los hijos, o el nacimiento de segundos o terceros hijos o algunos gastos escolares. El peso económico de estas deducciones difiere de forma significativa por comunidades autónomas y, en general, es pequeño. Sin embargo, no cabe esperar que los mínimos familiares o las desgravaciones fiscales tengan un efecto relevante en la reducción de la pobreza, ya que una parte importante de los hogares por debajo del umbral están exentos de tributar en el impuesto.
La estructura de las prestaciones monetarias de carácter familiar en España está dominada por un conjunto de prestaciones contributivas ligadas al embarazo y a la maternidad o paternidad, y por la prestación por hijo a cargo. Como señalan Cantó y Ayala (2014), la prestación por maternidad/paternidad, que cubre los salarios de periodos de permiso laboral tras el nacimiento de un hijo, es la prestación más cuantiosa. La prestación por hijo a cargo tiene un presupuesto algo más limitado, pero llega a muchas familias y, sobre todo, cubre las necesidades de aquellas con hijos menores o mayores de 18 años con alguna discapacidad. El resto del sistema de prestaciones está muy fragmentado en distintas políticas de pagos por nacimiento o adopción y otras reguladas desde las comunidades autónomas. Estas últimas prestaciones, aunque experimentaron un cierto auge hasta 2010 y tuvieron relevancia en términos del número de perceptores en comunidades como Cataluña, Asturias o Cantabria, fueron eliminadas o severamente recortadas en la mayoría de los casos (Cantó et al., 2012).
En contraste con lo que sucede en España, una de las políticas familiares más generalizadas en Europa es la prestación universal por hijo (Levy et al., 2013). Esta política, con distintos grados de generosidad económica, está vigente en 18 países de la UE. Los países que carecen de ella son, precisamente, los del sur de Europa, y algunos países del este. En España este tipo de prestación (de carácter universal por nacimiento) solo estuvo vigente desde julio de 2007 a enero de 2011 y la recibieron unas 450.000 familias. En 2009 el coste total de esta política se acercó a lo que ese mismo año suponía la prestación por hijo a cargo (unos 1.120 millones de euros).
La razón de que las políticas familiares tengan un efecto redistributivo tan limitado en nuestro país es, fundamentalmente, el poco peso económico que tienen sobre la renta bruta de las familias. En síntesis, no es que la prestación por hijo a cargo no sea suficientemente progresiva y, por tanto, no llegue a los que más la necesitan, sino que su cuantía es tan baja que cobrarla no cambia significativamente el poder adquisitivo de la familia.
Una posible referencia para la mejora del sistema es la citada prestación universal por hijo, vigente en una amplia mayoría de países europeos. Es un pago mensual a lo largo de la vida del menor hasta los 18 años, aunque un tercio de los países fijan la edad límite en los 16 años y en algún caso aislado la percepción se puede prolongar hasta los 20 años. Además, casi todos los países con sistemas universales alargan el período de cobro si se realizan estudios posteriores al plazo fijado, con cifras bastante heterogéneas (entre los 19 y los 27 años) y en muchos de ellos no hay límite de edad si los hijos están incapacitados para la actividad laboral, lo que en el caso de España se cubre con la prestación con hijo a cargo por discapacidad. En la mayoría de los países de la UE –más de dos tercios– la prestación no varía en ninguna medida con la renta, aunque sí lo hace con la edad de cada hijo y con su número. Finalmente, hay países que también reconocen la necesidad especial de protección de familias en situación de desempleo como criterio para aumentar la prestación general, aunque esto sucede en menor medida que la consideración de la monoparentalidad como riesgo añadido.
Son varias las preguntas sobre el posible efecto de una prestación de este tipo en España, como el modo en que afectaría a la pobreza infantil la introducción de una prestación universal por hijo similar a la de otros países europeos, su posible coste o el impacto sobre otras dimensiones distintas de la monetaria. Empezando por el final, la implantación de este tipo de políticas universales por hijo puede tener un efecto positivo sobre las tasas de fecundidad (Gauthier, 2007), un impacto negativo sobre la tasa de participación laboral femenina (Schirle, 2015) y también puede influir en las decisiones sobre el disfrute de permisos de maternidad o paternidad (González, 2011). En general, la literatura concluye que los efectos de aumento de la fecundidad y reducción de la oferta laboral en los primeros meses de vida del niño se producen en muchos países, pero son relativamente pequeños. En el caso español, González (2011) concluyó que la introducción una prestación universal de pago único en 2007 aumentó efectivamente la fecundidad en nuestro país al reducir el número de abortos. También hizo que aumentase el número de madres que alargaron su permiso de maternidad y, por tanto, el tiempo que los recién nacidos pasaron con sus madres en el primer año de vida, lo que, por un lado, podría haber tenido efectos positivos sobre las habilidades cognitivas de los menores, pero también podría haber tenido algún efecto negativo en las posibilidades de retorno de las madres al empleo.
En cuanto a la capacidad de reducir la pobreza infantil, el estudio de Cantó y Ayala (2014) ofrece algunas pistas a partir de una simulación sobre la implantación de una prestación universal diseñada como un pago mensual de 100 euros por hijo, una cuantía media en el contexto europeo. Los resultados indican que una prestación universal de ese tipo tendría un gran potencial para reducir la tasa de pobreza: un 18% la infantil y un 7% la adulta. En 2014 esto hubiera supuesto que la tasa de pobreza infantil española se redujese 5 puntos porcentuales y llegase a su nivel más bajo desde el 2004 y, en términos absolutos, que más de 450.000 niños y 550.000 adultos hubieran salido de la pobreza. Además, la prestación reduciría significativamente la tasa de pobreza de los hogares monoparentales y de las familias numerosas y limitaría la desigualdad de rentas entre menores, rebajando en diez puntos porcentuales la distancia entre la renta disponible de los que tienen renta más alta y los que la tienen más baja. La inversión necesaria para implementar una política de este tipo era, según los cálculos de 2014, unos 9.400 millones de euros en 2014, un 2% del gasto público español en aquel momento o un 3,5% del total del gasto en protección social. Su implementación hubiera aumentado en un 60% el gasto en la función “familia e infancia” hasta un 2,3% del PIB, acercando la cifra al promedio de la Unión Europea. Para financiar esa abultada inversión anual se podrían sugerir distintas alternativas, destacando entre ellas que la prestación fuese tributable, lo que la haría más progresiva y reduciría su coste para las arcas públicas.
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Necesidades sociales de la infancia
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