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Entrevista

La contaminación química no solo influye en la salud, también tiene un impacto en la economía

Leonardo Trasande, profesor de Pediatría, Medicina Ambiental y Salud Poblacional en la Facultad de Medicina,
Universidad de Nueva York;

Leonardo Trasande es experto en los orígenes ambientales de ciertas enfermedades y en su repercusión económica. Por ejemplo, en un reciente estudio cifró el coste de la exposición a los disruptores endocrinos en la Unión Europea en un mínimo de 163.000 millones de euros anuales, lo cual representa el 1,2% del PIB europeo. Tuvimos la oportunidad de hablar con él sobre sus investigaciones durante su reciente visita a Barcelona, donde acudió a dar una conferencia invitado por la Asociación de Becarios de “la Caixa”.

 

Comencemos por el principio. ¿Qué clase de sustancias tóxicas nocivas para la salud se encuentran en el ambiente?

Si hablamos de niños, por ejemplo, y nos remontamos 50 o incluso 100 años atrás, el plomo fue el primer producto químico cuyos efectos detectamos. Con el tiempo descubrimos que, por mínima que fuera la exposición a este metal en la infancia, no solo estaba relacionada con el aumento de la presión arterial, sino con leves cambios en el desarrollo cerebral. Al principio pensamos que no había productos químicos tan lesivos para el desarrollo cerebral como el plomo. Pero, al seguir estudiando, comprendimos que hay una amplia gama de sustancias que también pueden influir en el proceso.

 

¿Cómo se ejerce esta influencia?

Una de las principales vías es la perturbación de las funciones de una hormona esencial, la llamada hormona tiroidea. Cuando estudié pediatría me enseñaron a utilizar siempre pruebas de sangre para comprobar que no hubiera hipotiroidismo congénito, pero ahora sabemos que en este caso no solo importan los efectos de gran magnitud, sino también reducciones sutiles que a veces ni siquiera detectan los análisis de sangre rutinarios que se realizan durante el embarazo. Y los bebés que nacen con esa merma hormonal son más proclives a sufrir alteraciones leves de la función cognitiva, trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) y autismo.

 

¿Cuál es la definición de un disruptor endocrino?

Lo fundamental de los disruptores endocrinos (EDC) es su condición de productos químicos sintéticos que, al alterar la función hormonal, pueden ser patógenos. Actúan de diversas maneras: sobre todo imitan, por ejemplo, la estructura de la testosterona, los estrógenos o alguna otra molécula señalizadora, pero pueden perturbar de muchas maneras nuestras hormonas, favoreciendo así la aparición de enfermedades. Podría ocurrir que alteraran el funcionamiento hormonal sin provocar dolencias, y entonces no estaríamos ante disruptores endocrinos. Sin embargo, hay muchas funciones hormonales cuyo único cometido es mantenernos sanos, de manera que, cuando se alteran, es probable que se favorezca la aparición de enfermedades o discapacidades.

 

Y parece que nuestro sistema reproductor se ve especialmente afectado, ¿no es así?

Ciertamente. Hace muy poco hemos encontrado indicios de que los productos químicos sintéticos pueden influir en la función reproductiva masculina y quizá favorecer el desarrollo de ciertos cánceres o enfermedades congénitas. En concreto, ahora conocemos un síndrome que surge cuando se altera la función de la testosterona durante el desarrollo de los niños. La alteración provoca un desplazamiento de la uretra, llamado hipospadias, que exige intervención quirúrgica. Por otra parte, la historia de Lance Armstrong, que logró vencer al cáncer testicular, demuestra que hemos avanzado mucho en el tratamiento de esa enfermedad, aunque ahora sabemos que, en realidad, su incidencia ha aumentado entre un 30 y un 40 por ciento, cuando es una dolencia enormemente evitable y tratable.

 

¿Y en las mujeres?

Hemos descubierto que en el aparato reproductor femenino también pueden apreciarse ciertos efectos. No tienen por qué manifestarse como afecciones clínicamente observables, pero sí como sutiles disfunciones hormonales. Por ejemplo, la mayor incidencia del síndrome de ovarios poliquísticos puede ser consecuencia de la interacción entre químicos sintéticos y predisposición genética. También sabemos que la endometriosis y los miomas son demasiado frecuentes. Estudios clínicos y de laboratorio sugieren que la exposición a ciertos productos químicos, sobre todo agentes plastificantes y ciertos pesticidas, pueden provocar estas dolencias o tener relación con ellas. Hablamos de enfermedades dolorosas que a veces requieren intervención quirúrgica, tanto en mujeres jóvenes como mayores.

 

Su investigación también se ha centrado en dos epidemias actuales: la obesidad y la diabetes.

Sí. Las investigaciones actuales sugieren que las epidemias de obesidad y de diabetes no proceden únicamente de una dieta poco sana y de la falta de ejercicio físico, sino que las sustancias químicas podrían ser un tercer factor, además evitable. Aunque explicaran solo una proporción pequeña de la incidencia, la diferencia fundamental es que, mientras que los hábitos dietéticos y físicos pueden ser enormemente difíciles de cambiar —o, por lo menos, solo cambian de modo individual—, las sustancias químicas se pueden regular. De manera que la inversión para prevenir la obesidad y la diabetes podría realmente ser más eficaz si se centrara en evitar la exposición a productos relacionados con la aparición de esas enfermedades.

 

¿De dónde proceden los disruptores endocrinos?

De una amplia gama de productos químicos. Una de las primeras veces que se identificaron fue en 1971, cuando una investigación realizada en el Hospital General de Massachusetts relacionó la absorción prenatal de dietilestilbestrol (DES) —un estrógeno sintético— con un cáncer vaginal juvenil poco frecuente. El DES se venía recetando a las embarazadas desde la década de 1940 para prevenir abortos y partos prematuros. Sin embargo, a consecuencia de este descubrimiento la Agencia de Alimentos y Fármacos de los EUA pidió a los médicos que dejaran de recetarlo. Pero no sólo hablamos de medicamentos que quizá no se hayan revisado lo suficiente. Hay toda clase de productos químicos sintéticos que pueden actuar como EDC y que se usan como pesticidas, como ignífugos para productos electrónicos o muebles, para fabricar plástico blando o flexible, para manufacturar ciertas tarjetas de plástico o para evitar la corrosión en el revestimiento de las latas de aluminio.

 

¿Cómo se puede conocer su relación con las enfermedades?

Lo mejor son los estudios clínicos que establecen una relación entre la exposición a un producto y una consecuencia. Pero pueden hacer falta décadas para estudiar enfermedades que tardan mucho en desarrollarse. La endometriosis, por ejemplo, no surge en la infancia, sino que afecta a mujeres mayores. Lo mismo ocurre con los miomas y el cáncer de mama. Diseñar esos estudios es enormemente difícil, porque requieren ir recogiendo muestras —de sangre u orina— en múltiples momentos, para después observar quién desarrolla la enfermedad y quién no.

 

De manera que hace falta mucho tiempo para recoger evidencias científicas.

Y ese problema conlleva otro: mucha gente da por sentado que la ausencia de evidencias es sinónimo de inocuidad. Por desgracia, el laboratorio y los escasos estudios clínicos realizados nos enseñan que las enfermedades de origen químico que implican perturbaciones hormonales no solo influyen enormemente en la salud, también en la economía.

 

¿Nos podría dar más detalles?

La exposición a productos químicos tóxicos tiene consecuencias económicas porque influye en nuestra salud. A menudo, para evaluar si deben limitar la exposición a un determinado producto químico las autoridades comparan el coste de las alternativas más seguras con las ventajas de la prevención. Y cuando hay pocos estudios clínicos, tampoco hay muchos datos para hacer cálculos creíbles sobre su relación con enfermedades o discapacidades que nos ayuden a prevenirlas. Afortunadamente, cada vez disponemos de más información a ese respecto y su volumen va en aumento.

 

De hecho, usted realizó un estudio sobre los costes de los EDC en Europa.

Sí, nos centramos en 15 enfermedades con los mayores indicios de relación causa-efecto y utilizamos varios supuestos conservadores, entre ellos reducir el coste estimado que ocasionan esas dolencias para admitir la incertidumbre de los datos científicos. Pero incluso estableciendo esos límites descubrimos que el coste de los EDC en la UE se situaba en unos 163.000 millones de euros anuales.

 

¡Eso es muchísimo dinero!

En realidad, es el 1,2% del PIB de Europa. Pero este cálculo también es enormemente bajo por tres razones: nos fijamos en menos del 5% de los EDC, solo nos centramos en un subgrupo de enfermedades que pueden relacionarse con esos productos, y, además, únicamente tuvimos en cuenta un subconjunto de costes económicos publicados en revistas científicas que nos proporcionaron datos fiables para elaborar los cálculos. De manera que dicha cifra se basa en una sucesión de subestimaciones. Pero dice mucho sobre los considerables beneficios económicos que tendría prevenir la acción de los productos más preocupantes, reconociendo que los beneficios podrían ser aún mayores cuando comprendamos todas las consecuencias sanitarias de muchos otros productos.

 

¿Cómo reaccionaron las autoridades europeas al conocer esa cifra?

Es evidente que los estudios suscitaron mucha atención. Sospecho que cambiamos el debate de modo que, a partir de ahora, los mejores estudios endocrinológicos influirán en las políticas reguladoras, pero está claro que nuestra labor no ha terminado. Europa está acabando de elaborar sus criterios sobre EDC y uno de los conceptos que hemos conseguido arrinconar por completo es el de potencia. Es un concepto de 500 años de antigüedad que nació con el filósofo holandés Paracelso y que indica que el veneno está en la dosis, en el sentido que una sustancia tóxica es inocúa en pequeñas cantidades. Sin embargo, los efectos de las sustancias químicas no siguen una línea recta. Cuanto más estudiamos, más comprobamos que, en realidad, sus efectos pueden ser más acusados en los niveles más bajos de exposición. Sin embargo, las autoridades europeas no dejan de remitirse a esta vieja concepción.

 

Y me imagino que exigen datos sobre los riesgos que conlleva la exposición a ciertas sustancias en humanos.

Sí, y esa es una de mis preocupaciones sobre la regulación europea tal como se está concibiendo, puesto que, como ya he dicho, podemos tardar décadas en demostrar que una sustancia química influye en la salud. Estamos corriendo el riesgo de posponer innecesariamente la protección cuando sabemos, por ejemplo, que algunas sustancias pueden alterar el funcionamiento de la tiroides y que esto seguramente afectará negativamente al desarrollo cerebral infantil. Al no tomar medidas puede que involuntariamente estemos condenando a la siguiente generación a desarrollar enfermedades y discapacidades evitables que resultan caras para la sociedad.

 

¿Cuál es su propuesta entonces?

Estoy absolutamente convencido de que debemos revisar toda la evidencia disponible en busca de relaciones causa-efecto. Y actuar cuando se demuestre la probabilidad de que una sustancia perjudica a la salud. Si el perjuicio es importante, habrá que ser proactivo aunque los indicios no sean del todo concluyentes. Siempre podremos cambiar la regulación para aceptar la exposición a una determinada sustancia si al final se descubre que es segura tal como la estamos utilizando. Desde el punto de vista económico, lo que nos motivaba era demostrar a las autoridades que el coste de la inacción probablemente sea enorme, incluso en situaciones poco extremas.

 

Pero sí se han tomado algunas medidas y nosotros, como consumidores, también podemos hacer algo. Por ejemplo, ahora disponemos de plástico sin bisfenol A, que se sabe que actúa como disruptor endocrino.

Nuestro bolsillo puede tener un poder muy considerable. Una de las razones que explican la adopción de materiales libres de bisfenol A es que los consumidores exigieron un cambio a las empresas. Lo que ahora me preocupa es que solemos sustituir una sustancia por otra no verificada que puede ser igual de problemática. Por ejemplo, el bisfenol A se ha ido sustituyendo por bisfenol S, F y P, todas ellas sustancias químicas de estructura similar a la primera. Y ya hay estudios que indican que el bisfenol S es igual de estrogénico y de persistente en el medio ambiente, así que puede que su toxicidad para el ser humano también sea similar.

 

Sin embargo, y volviendo al ejemplo de la toxicidad del plomo que ha mencionado antes, ahora conducimos coches que consumen gasolina sin plomo.

A nivel global, los países de renta baja y media solo se libraron de la gasolina con plomo hace un par de años. Los beneficios económicos de dicha medida equivalen a 2,4 billones de dólares anuales. Algo que, solo en relación con el PIB, supone un estímulo del 4%, y es un beneficio para toda la vida. Mientras la sigamos usando, los niños tendrán niveles de plomo mucho más bajos y, por lo tanto, podrán contribuir a la sociedad de manera más productiva, lo cual constituye una enorme ventaja económica; eso sin considerar otras consecuencias sanitarias que la medida podría estar también evitando. Todavía nos queda mucho camino por recorrer, pero es verdad que nos hemos ahorrado el principal coste que conllevaba la exposición al plomo durante la infancia, y el impacto económico es enorme.

 

Como pediatra alude con frecuencia a los niños. ¿Son más vulnerables?

Sí, son los más vulnerables. En términos relativos, aspiran más aire, beben más agua y comen más, y sus órganos son enormemente delicados. Cuando un niño se ve expuesto a una sustancia química tóxica para el desarrollo cerebral hay conexiones críticas entre neuronas que no se realizan, por lo que es probable que el niño rinda menos en la escuela. Además, cuando los niños inhalan contaminantes atmosféricos a veces también sufre su desarrollo pulmonar. Pueden no desarrollar suficientes alveolos, donde se produce el intercambio de oxígeno, por lo que se reduce su capacidad para correr, jugar y desempeñar actividades que exigen esfuerzo.

 

Y el problema es mayor cuando las hormonas se ven afectadas.

Cuando las hormonas infantiles sufren alteraciones pueden producirse desalineaciones, sobre todo en las funciones metabólicas. Por ejemplo, ante cierta ingesta calórica, en lugar de adaptarse adecuadamente y convertir las calorías en proteínas, las transforman en grasa, lo cual puede generar obesidad a lo largo de su vida. También pueden presentar alteraciones en el funcionamiento de la insulina y llegar a hacerse resistentes a la misma, con lo que posteriormente podrían desarrollar diabetes. De manera que los niños son enormemente vulnerables a los efectos de las sustancias sintéticas, hasta el punto de que pueden desarrollar enfermedades crónicas más pronto y con más intensidad que los adultos.

 

Por ejemplo, usted está estudiando las repercusiones que tuvo el derrumbe de las Torres Gemelas de Nueva York en los niños de la zona.

Sabemos que el desastre de las Torres Gemelas produjo una gran nube de polvo que muchos niños inhalaron porque vivían, jugaban o iban al colegio en la zona. Eso sin mencionar el trauma psicológico que les produjo la catástrofe. Lo que a mí más me preocupa es la exposición prolongada, ya que los niños seguían viviendo, estudiando y jugando en esa zona, a pesar de que después del desastre hubo incendios durante meses. Y hubo muchos residuos químicos, sobre todo contaminantes orgánicos persistentes, procedentes de los muebles, aparatos electrónicos y otros objetos que ardieron o se destruyeron durante el suceso.

 

¿Y en qué se está centrando?

Me estoy centrando tanto en las repercusiones de ese contacto temprano con sustancias químicas como en el trauma psicosocial, para comprobar si los niños sufren alteraciones metabólicas o si el desarrollo de sus aparatos circulatorio y cardíaco ha sufrido algún daño. Lo normal es que esos problemas surjan durante la adolescencia y los niños que tuvieron contacto con esa catástrofe de hace 15 años ahora estarán entre los 15 y los 22 años. Así que tendrían más posibilidades de sufrir esas enfermedades. Si no descubrimos ninguna relación, sentiré un gran alivio. En realidad, esto podría sugerir un mejor pronóstico para unos niños que ya sabemos que sufren más asma que los no expuestos al desastre.

 

No parece que se pudiera hacer mucho para evitar esa exposición, ¿pero es posible prevenir las consecuencias sanitarias de sucesos como ése?

Bueno, si los médicos pueden trabajar con esos niños y modificar su dieta y quizá conseguir que hagan más ejercicio hay posibilidades para prevenir que las enfermedades se agraven. Sin embargo, la exposición a las sustancias no tiene vuelta atrás. También estudiamos este fenómeno para que, en futuras catástrofes, se pueda decidir qué programa o sistema de seguimiento o prevención hay que aplicar, si es que hay alguno. Espero que no vuelva a haber un desastre de esa magnitud, pero sea o no evitable lamentablemente vivimos en una sociedad en la que podría repetirse.

 

Entrevista por Bru Papell


Referencias:

Herbst, A.L., H. Ulfelder, D.C. Poskanzer (1971): «Adenocarcinoma of the vagina – Association of maternal stilbestrol therapy with tumor appearance in young women», The New England Journal of Medicine, 284(15): 878-881. DOI: 10.1056/NEJM197104222841604

Trasande, L. (2016): «Stand firm on hormone disruptors», Nature, 539(469). DOI: 10.1038/539469a

Trasande, L., L.N. Vandenberg, J.-P. Bourguignon et al. (2016): «Peer-reviewed and unbiased research, rather than ‘sound science’, should be used to evaluate endocrine-disrupting chemicals», Journal of Epidemiology & Community Health, 70: 1051-1056. DOI: 10.1136/jech-2016-207841

Trasande, L., R.T. Zoeller, U. Hass et al. (2016): «Burden of disease and costs of exposure to endocrine disrupting chemicals in the European Union: an updated analysis», Andrology, 4(4): 565-572. DOI: 10.1111/andr.12178

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