
Introducción
Ya hace tiempo que se estudia hasta qué punto la felicidad y la música están relacionadas entre sí. En La descendencia humana (1871), Charles Darwin sostenía que la música desempeña un papel clave en la generación de emociones susceptibles de conducir a la felicidad: «las notas musicales y el ritmo fueron adquiridos por primera vez por los progenitores masculinos o femeninos de la humanidad con el propósito de seducir al sexo opuesto». Según Huron (2001), la música «puede contribuir a la solidaridad grupal, fomentar el altruismo, mejorar la eficacia de las acciones colectivas [y] coordinar el trabajo en grupo». Este efecto cohesivo nos permite comprender por qué la música se ha convertido en patrimonio cultural de numerosas civilizaciones de todo el mundo y por qué se considera que debería potenciarse. Platón, por ejemplo, describía en La República de qué modo la música debería integrarse en la enseñanza, y sus recomendaciones aún forman parte de muchos sistemas educativos.
También se ha establecido un vínculo entre la música y la felicidad debido al potencial terapéutico observado desde tiempos inmemoriales. Según Andsell (2004), ya hay indicios de ello en Samuel I, 16, 23: «Así que, cuando el espíritu maligno de parte de Dios atacaba a Saúl, David tomaba el arpa y comenzaba a tocar. Con eso, Saúl recobraba el ánimo y se sentía mejor, y el espíritu maligno se apartaba de él.» Asimismo, durante el califato abasí, en algunos hospitales psiquiátricos se interpretaba música para los pacientes.
Son muchas las situaciones cotidianas en las que nuestro cerebro está expuesto a distintos sonidos: los ladridos del perro del vecino, el viento agitando las hojas, las bocinas del tráfico en la calle… Ahora bien, ¿cuándo podemos considerar que una sucesión de sonidos es música? Levitin (2008) explica que todo sonido consta de los mismos elementos esenciales: intensidad, tono, contorno melódico, duración (o ritmo), tempo, timbre, localización espacial y reverberación. Lo que distingue la música de cualquier sonido dado al que estemos expuestos es, simplemente, el modo en que está organizada. Un compositor organiza los sonidos para que nuestro cerebro pueda interpretarlos como métrica, armonía y melodía. Por consiguiente, podemos definir la música como «un estímulo sonoro deliberado, compuesto de elementos organizados» (Kemper y Danhauser, 2005).
El propósito del presente artículo consiste en describir cómo diversos investigadores, personal sanitario y otros profesionales interpretan nuestra concepción de la relación existente entre música y felicidad. Para ello, en primer lugar ofrecemos un breve análisis de los efectos de la música en el cerebro, además de enunciar los principios básicos de la neurociencia de la música, con el fin de comprender cómo y por qué reaccionamos ante ella. Seguidamente resumimos la evolución de las técnicas empleadas para medir los efectos de la música en la felicidad. Luego analizamos el entorno laboral y los efectos terapéuticos de la música, para posteriormente brindar una perspectiva más materialista sobre la relación entre música y felicidad, su utilización en el ámbito empresarial y su posible contribución a reducir el gasto sanitario público y privado. Por último, formulamos algunas reflexiones a modo de conclusión.
1. La música y el cerebro
La música es uno de los pocos fenómenos que activa, incluso más que el lenguaje verbal, prácticamente todas las áreas conocidas del cerebro y la mayoría de los subsistemas neuronales. No sería lícito reducir la música al acto de escuchar sonidos organizados, puesto que también atañe a la memoria (si escuchamos una pieza que ya conocemos), al lenguaje (si deseamos entender o cantar la letra de una canción) y a los movimientos (cuando seguimos el compás con el pie, dando palmadas o chasqueando los dedos). Puede que los mecanismos desencadenados por la escucha musical parezcan triviales, pero el modo en que ello influye en nuestro estado de ánimo —según atestiguan los directores cinematográficos y expertos en marketing— no es tan obvio. ¿Por qué una canción nos hace llorar y otra nos provoca alegría? Existen varias explicaciones, tanto psicológicas como fisiológicas.
Blood y Zatorre (2001) señalaron que en las respuestas emocionales a la música intervienen las mismas regiones cerebrales que en las asociadas con otros estímulos. Para investigar el campo de la música y de las emociones observaron las reacciones desencadenadas por música agradable y por música desagradable (usando la disonancia para suscitar reacciones negativas). Mediante el empleo de técnicas para la obtención de imágenes cerebrales (tomografías por emisión de positrones o Positron Emission Tomography, PET), trazaron un mapa de las actividades cerebrales que intervienen en el procesamiento de la música y analizaron la reacción neural a respuestas altamente positivas mediante los denominados «escalofríos musicales». Observaron que el patrón de actividad cerebral obtenido con los escalofríos provocados por la música es similar al que se obtiene con los estudios de imágenes cerebrales sobre la euforia y las emociones placenteras derivadas del consumo de cocaína en sujetos adictos a esta sustancia.
Las regiones que intervienen en las reacciones, tanto a la música como a la cocaína, son las relacionadas con los procesos de recompensa (en los que participan, entre otros neurotransmisores, la dopamina y varios sistemas opioides; es decir, sustancias químicas liberadas por células nerviosas para enviar señales a otras células nerviosas). La escucha musical «iba acompañada de cambios en la frecuencia cardíaca, en la actividad electromiográfica y en la respiración. Observaron que conforme aumentaba la intensidad de los escalofríos, se producían aumentos y descensos en el flujo sanguíneo cerebral de determinadas regiones del cerebro que se considera que intervienen en la recompensa/motivación, en las emociones y en la excitación» (Blood y Zatorre, 2001). Se trata de las mismas zonas del cerebro que aquellas que se activan al responder a recompensas como alimentos, sexo o drogas. Las emociones, sin embargo, se correlacionan negativamente con «el desagrado», es decir, con el nivel de disonancia (Blood et al., 1999).
Salimpoor et al. (2009) confirmaron esta relación analizando la correlación entre una valoración subjetiva del placer y la excitación emocional durante una escucha musical. Además, argumentaron que ello explica por qué los seres humanos siguen escuchando música reiteradamente a pesar de su (posible) ausencia de valor biológico o funcional. Las intensas emociones generadas por la música pueden ser gratificantes por sí mismas. El placer se expresa mediante indicadores fisiológicos como la actividad electrodérmica (destinada a detectar «escalofríos musicales»), la frecuencia cardíaca, la frecuencia respiratoria, la temperatura y la presión arterial, todas ellas conocidas como reacciones a la excitación emocional. En otras palabras, el valor biológico de la música depende de su capacidad para desencadenar respuestas fisiológicas al placer.
En un artículo más reciente, Salimpoor et al. (2011) aportan pruebas directas que corroboran que durante la escucha musical se produce la liberación endógena de dopamina en dos regiones distintas del cerebro: una parte (el núcleo caudado) participa en mayor medida cuando se está a la expectativa de emociones, mientras que otra (el núcleo accumbens) se activa cuando el sujeto se halla en el punto máximo de su respuesta emocional (el escalofrío musical). Los autores subrayan la importancia de que la expectativa de una recompensa abstracta —como escuchar música— pueda traducirse en la liberación de dopamina, y señalan que los resultados obtenidos «contribuyen a explicar por qué la música desempeña un papel crucial en todas las sociedades humanas».
También se han llevado a cabo estudios sobre los efectos que comporta tocar un instrumento. Algunos resultados recientes demuestran que ello puede modificar los niveles de dopamina y que al cantar se liberan endorfinas («hormonas de la felicidad»), lo cual no sucede escuchando música. Dunbar et al. (2012) llegaron a la conclusión de que, al parecer, la música como tal no es lo que genera la endorfina, sino el hecho de adoptar un papel activo. Ello explica por qué todas las civilizaciones cuentan con cantos y bailes grupales, actividades que se suele considerar que favorecen la vinculación afectiva.
En resumen, la música desencadena reacciones en numerosas regiones del cerebro e incrementa la producción de una gran cantidad de hormonas de la felicidad y de proteínas, como la oxitocina (también se libera durante el orgasmo), la inmunoglobulina (anticuerpos para combatir algunas infecciones, como los resfriados), la melatonina (activa el sueño), la norepinefrina (un neurotransmisor), la epinefrina (regulador de la frecuencia cardíaca) y la serotonina (interviene en la regulación del estado de ánimo y actualmente es unos de los componentes esenciales de varios antidepresivos). La música también reduce los niveles de cortisol generados por el estrés (Levitin, 2009).
Desde un punto de vista más cognitivo, Levitin (2009) afirma que la música desencadena emociones a través de la expectativa y la sorpresa. Nuestra capacidad para apreciar la música guarda una estrecha relación con las expectativas que depositamos en la sucesión de notas y en las decisiones de los compositores a la hora de cumplir con tales expectativas y de que nos satisfagan o no. Cuando escuchamos música, algunas regiones cerebrales —como la corteza auditiva— extraen información acerca del tono, la sonoridad y otros componentes elementales de la música, mientras que regiones más avanzadas —principalmente en la corteza frontal— se encargan de predecir lo que viene a continuación en la pieza musical, teniendo en cuenta diversos factores: a) lo que ha sonado antes; b) lo que recordamos acerca de lo que sonará a continuación si conocemos la pieza; c) lo que esperamos si estamos familiarizados con ese tipo de música, de acuerdo con nuestra experiencia previa en músicas similares; d) cualquier información adicional, como una descripción de la pieza que hayamos leído.
Por último, Zatorre (2003) advierte de que «ignorar los aspectos afectivos de la experiencia musical puede ser perjudicial, porque tal vez estemos desaprovechando algunos de los aspectos más destacados de la respuesta humana a la música». Además, «las respuestas a la música tienden a ser idiosincrásicas y heterogéneas, y dependen de distintas y complejas variables individuales, socioculturales, históricas, educativas y contextuales que pueden resultar difíciles de controlar».
2. Medición de los efectos de la música en la felicidad
Para valorar hasta qué punto la música incide en la felicidad, es importante comprender lo que realmente se está midiendo y de qué modo se lleva a cabo. Si el planteamiento se orienta estrictamente a la felicidad, las mediciones suelen depender de encuestas que formulan preguntas simples y subjetivas. En cambio, si el enfoque se centra en dimensiones más específicas de la felicidad, como el estrés, es posible medir con precisión diversos indicadores fisiológicos, como una presión arterial alta, niveles elevados de cortisol (hormona del estrés) y la frecuencia cardíaca, por lo que son más objetivos que las encuestas. En la actualidad podemos medir mejor la reacción del cerebro ante distintos tipos de estímulos, como sonidos, ritmos o tempos. También podemos complementar los indicadores fisiológicos de tipo sanguíneo o cardíaco con indicadores emocionales relacionados con el cerebro. Ello nos brinda una perspectiva totalmente nueva del modo en que la música puede incidir en las emociones y, por consiguiente, en la felicidad.
Todos los estudios fisiológicos han demostrado hasta la fecha que la música, a diferencia de lo que sucede con la mayoría de las otras artes, tiene un efecto universal en los seres humanos. Pese a ello, hay una cuestión importante que sigue siendo objeto de debate: ¿la música provoca respuestas emocionales en quienes la escuchan (la denominada «teoría emotivista»), o bien expresa emociones que son reconocidas por los oyentes (teoría cognitivista), o ambas cosas? La respuesta de Stravinsky (1936) es contundente: «En mi opinión, la música, por su propia naturaleza, es esencialmente incapaz de expresar cosa alguna, ya sea un sentimiento, una disposición de ánimo o un estado psicológico, un fenómeno de la naturaleza. La expresión nunca ha sido una propiedad inherente a la música y en modo alguno es el propósito de su existencia». Los neurocientíficos tienden a estar de acuerdo con él, al considerar que la música suscita o evoca emociones, en lugar de expresar emociones que los oyentes reconocen en ella. Las nuevas tecnologías (las PET, en particular) nos permiten obtener una visión más precisa de lo que le sucede al cerebro cuando escuchamos música.
3. Efectos en el entorno laboral y terapéuticos
Si la música es capaz de provocar estados de ánimo positivos, cabe pensar que sería una herramienta muy útil para mejorar el bienestar en el trabajo y, por extensión, aumentar la productividad. Las teorías sobre la cuestión del estado afectivo en el entorno laboral surgieron en Estados Unidos a principios de la década de 1930. En Worker’s Emotions in Shop and Home (1932), R. B. Hersey se centró en las consecuencias en la productividad y en el rendimiento de los empleados, y estableció una relación clara entre los estados emocionales de estos y su productividad. Unos años después, Cardinell, en Music in Industry (1948) analizó el papel y empleo de la música en el ámbito industrial, durante la guerra y posteriormente. Demostró que los ritmos alegres prevenían los efectos de la fatiga en el momento del día (última hora de la mañana) en que era más probable que se produjeran.
Los avances en este campo fueron más bien escasos hasta la década de 1990, cuando surgió la tesis del trabajador feliz y productivo, corroborada, entre otros, por Wright et al. (1993). La investigación llevada a cabo sugiere que los individuos que experimentan estados afectivos positivos (gracias a la música, por ejemplo) pueden ser más creativos, más útiles, mejores negociadores y más persistentes cuando se enfrentan a tareas inciertas. Esta conclusión ha sido reforzada por estudios recientes sobre cómo afectan las intervenciones musicales a las respuestas al estrés, que se convierten en una base sólida para su uso en contextos médicos y de otro tipo, así como para mejorar la productividad y rendimiento en entornos laborales.
Lai y Li (2011), por ejemplo, investigaron los efectos de la preferencia e intervención musical en los índices psicológicos y fisiológicos del estrés en una muestra de enfermeras recién contratadas. Cada enfermera fue expuesta al azar tanto a la música como a las condiciones de control (permanecer sentada en silencio en una silla y en reposo). Emplearon seis tipos de música distintos (música de orquesta occidental, piano, arpa, jazz, sintetizada y música de orquesta tradicional china), sin cambios bruscos de volumen ni de ritmo, y con un tempo que oscilaba entre los sesenta y ochenta compases por minuto. Las participantes en el estudio podían elegir la música y clasificarla de acuerdo con sus preferencias. Los indicadores de estrés incluían tanto mediciones subjetivas (autopercibidas) como fisiológicas (niveles de cortisol, niveles sanguíneos, frecuencia cardíaca, presión arterial media, temperatura de los dedos de la mano). Lai y Li hallaron correlaciones significativas entre la preferencia musical y algunos de los parámetros fisiológicos: la frecuencia cardíaca, la presión arterial y la temperatura de los dedos. La intervención musical siempre mostró mejores resultados que el permanecer en reposo en una silla.
Haake (2011) analizó los patrones de escucha y la experiencia de unos trescientos empleados de oficina que escuchaban música seleccionada por ellos mismos. Observó efectos positivos en el estado de ánimo y en la distracción en el desempeño de las tareas, pero también en la inspiración, la concentración, el alivio del estrés y la gestión del espacio personal. La música les ayudaba a involucrarse en el trabajo y a evadirse de él, así como a aislarse del entorno de la oficina, sin molestar a los compañeros.
También hay referencias coherentes y diversificadas sobre el uso de la musicoterapia en contextos médicos. Tanto si la música se utiliza para reducir la ansiedad antes de una intervención quirúrgica o como un sedante complementario durante su realización, la opinión más generalizada es que la música, en efecto, ayuda a los pacientes a combatir la ansiedad (véase, por ej., el metaanálisis de Evans (2002) de 29 estudios de pacientes hospitalizados). Leardi et al. (2007) sostienen que la musicoterapia puede mejorar la atención a los pacientes en la cirugía ambulatoria, mientras que De Niet et al. (2009) señalan que mejora las condiciones previas al sueño. Según los resultados obtenidos por 11 hospitales estadounidenses (véase Belluck, 2013), la música en directo puede resultar beneficiosa para los bebés prematuros. Los pacientes de Parkinson parece que también reaccionan positivamente a la música, en especial cuando se asocian con el baile (Sacks, 2007, capítulo 20). Schlaug et al. (2008) sugieren que la música puede ayudar a los pacientes de afasia (pérdida de la expresión y/o comprensión oral) que pueden cantar para recuperar el habla, dado que pone en marcha partes del cerebro que de lo contrario permanecerían inactivas. La musicoterapia también es muy beneficiosa en la mejora de los síntomas de la esquizofrenia y otras psicopatologías (véase la American Music Therapy Association, s. d.). Por último, se ha demostrado que la música aumenta el bienestar en general (Weinberg y Joseph, 2016).
4. Música, felicidad y... dinero
Los vínculos entre música y felicidad presentes desde hace tiempo en la religión, la filosofía, la biología y la medicina han generado un interés similar en la comunidad empresarial. El empleo de música como elemento de marketing atestigua su importancia en la manipulación de los estados de ánimo. Elegir la música adecuada para un entorno de compras dado es ya una antigua forma de arte con un objetivo muy claro.
El reciente surgimiento del neuromarketing como un subproducto del crecimiento de las neurociencias atestigua el interés de las empresas por la relación entre música y felicidad. Se trata de un ámbito de rápido crecimiento que recurre a la tecnología empleada en la investigación neurocientífica y a veces se basa en ella. Conforme disminuye el coste de la obtención de imágenes cerebrales, aumenta su uso como una forma rentable de elegir la música adecuada para que los consumidores se comporten del modo «correcto», al menos desde la perspectiva de los vendedores. Lógicamente, ello plantea una serie de preguntas éticas que adquieren especial relevancia porque las poblaciones que corren el riesgo de ser manipuladas e influenciadas incluyen a los jóvenes. Ello comporta una serie de consecuencias en materia de reglamentación, dado que estas prácticas deshonestas son equiparables a disfunciones del mercado.
Sin embargo, desde un punto de vista ético, es esencial no olvidar que la música también aporta beneficios de consumo y/o fiscales a la sociedad. Si, en efecto, la musicoterapia es capaz de reducir el número de días que un paciente debe permanecer hospitalizado para recuperarse de una operación quirúrgica, también reduce los gastos médicos de forma bastante significativa. Dado que los gastos relacionados con la salud suelen financiarse —al menos parcialmente— mediante subvenciones, la música puede reportar importantes beneficios fiscales y, cuando tales gastos son autofinanciados, reduce las barreras financieras de acceso a la atención médica.
5. Comentarios a modo de conclusión
El propósito de este artículo consiste en proporcionar una idea de cómo y por qué la música y las emociones están relacionadas entre sí y son muy significativas para la sociedad. La música incide en nuestro bienestar y, por lo tanto, en nuestra felicidad: puede afectar, más que el lenguaje, a muchas regiones del cerebro, que a su vez libera hormonas de la felicidad, que repercuten positivamente en nuestro estado de ánimo y bienestar y en muchas partes de nuestro cuerpo.
Es importante recordar que para que la música incida en nuestra felicidad no es imprescindible escucharla: imaginar una música o un ritmo puede producir unos efectos similares (Sacks, 2007, capítulo 19). Además, las investigaciones también han demostrado que los efectos no son idénticos con todos los tipos de música: la música disonante y atonal y la «música con muchas “notas erróneas” simplemente no suena muy bien» (Zatorre, 2003); algunas emociones se perciben mejor que otras; los músicos están mejor capacitados que otras personas para reaccionar con emotividad ante distintos tipos de música; y, lógicamente, también es importante una cierta inculturación musical.
Sin embargo, es necesario seguir investigando, aunque solo sea porque la tecnología continúa avanzando y cambia el modo en que interpretamos cómo la música influye en las dimensiones clave de la felicidad. Si bien es esencial seguir buscando formas de aprovechar al máximo las oportunidades para desarrollar los beneficios terapéuticos de la música, también es fundamental que reevaluemos nuestra forma de interpretar la influencia de la música en las interacciones sociales.
Gracias a los recientes avances tecnológicos que en muchas sociedades facilitan un acceso universal, la música se está convirtiendo en una fuente de felicidad individual, de la que puede disfrutarse en cualquier momento y en cualquier lugar. A corto plazo, ello puede ser positivo, puesto que puede utilizarse para mejorar la salud. A largo plazo, sin embargo, sería lícito que nos preocupara el probable declive que experimentará la música a la hora de estimular la felicidad y vinculación afectiva a escala colectiva.
Los conciertos desempeñan, cada vez más, el papel de la vinculación afectiva. Quizá por esta razón ahora constituyen un componente esencial de los ingresos de la industria musical. No obstante, puede que ello no baste y se limite a favorecer la cohesión y felicidad en el marco de unos subgrupos determinados, en lugar de la cohesión y felicidad colectivas que antaño impulsó. Ello no significa el fin de la relación entre la música y la felicidad, sino un tipo de relación muy distinta de la que Platón y otros filósofos concibieron. Con todo, queda por ver si ello será para bien o para mal.
Antonio Estache y Victor Ginsburgh, European Center for Advanced Research in Economics and Statistics (ECARES), Université libre de Bruxelles.
6. Referencias
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