La demografía nos proporciona una foto clara de la llamada crisis del cuidado, alertándonos sobre la paradoja de que al mismo tiempo que aumenta la población mayor y, por tanto, crecen las necesidades de atención que dicho colectivo requiere, desciende el número de personas potencialmente disponibles para atenderlos. Por lo tanto, la pregunta es: ¿quién cuida a las personas mayores? En España, la respuesta a esta cuestión ha sido tradicionalmente inequívoca: la familia, y en concreto las mujeres, en un modelo de cuidados que se ha definido como informal y familista. En este modelo, el cuidado lo ejercen personas cercanas a la persona cuidada, y no conlleva remuneración alguna. Y así sigue siendo de forma mayoritaria, ya que el perfil del cuidador en España es claro: mayoritariamente femenino y de edad avanzada, ya sean esposas o hijas (Durán, 2006). Más del 80% de los cuidadores en nuestro país son familiares directos, de acuerdo con la Encuesta sobre Discapacidad, Autonomía y situaciones de Dependencia realizada por el Instituto Nacional de Estadística. Son parientes de la persona cuidada y se trata en la mayor parte de los casos de cuidadoras, mujeres (Martínez Buján, 2014).
Son ellas quienes siguen atendiendo y cuidando, a pesar de haberse incorporado de forma masiva al mercado de trabajo y, por tanto, tener menos disponibilidad para dedicarse a estas tareas. Predomina, pues, el cuidado informal, femenino y familiarizado, en oposición al cuidado profesionalizado, ejercido por personas que han recibido formación específica en este campo laboral.
Este modelo cuenta con un elevadísimo grado de aceptación entre la población española y, a pesar de las dificultades, sigue aplicándose de forma generalizada. Si bien es cierto que existe una creciente valoración de la autonomía doméstica y que cada vez son más las personas que prefieren seguir viviendo en sus casas al envejecer, cuando sobreviene la dependencia se sigue confiando en la familia como el principal proveedor de cuidados. Esta preferencia está especialmente extendida en las zonas rurales: casi el 86% de las personas mayores de 65 años que viven en municipios con menos de 5.000 habitantes (los más envejecidos) manifiestan preferir ser cuidados únicamente por miembros de su familia, y son muy pocos, menos del 10%, quienes afirman que les gustaría ser atendidos por cuidadores externos. En las ciudades más grandes, con más de 100.000 habitantes, parece existir un mayor grado de aceptación del cuidado profesional, ya que más de un 30% de los mayores señala que le gustaría contar con el apoyo de cuidadores no familiares (como cuidadores únicos o como complemento al apoyo familiar) (Encuesta sobre Personas Mayores, IMSERSO, 2010).
El problema que plantea esta preferencia por el cuidado familiar y femenino es evidente: la incorporación de la mujer al mercado de trabajo limita su disponibilidad para cuidar. Así, seguir ejerciendo el cuidado de las personas mayores se vuelve imposible, o se realiza a costa de una importante sobrecarga para las cuidadoras.
La Ratio de Cuidadores y Cuidadoras Potenciales (RCP) permite medir la relación existente entre la generación potencialmente cuidadora (número de personas entre 45 y 69 años) y las personas que a priori se encuentran en una etapa en la que pueden necesitar cuidados (personas mayores de 70 años). Los datos son muy reveladores: en los municipios con menos de 5.000 habitantes apenas hay dos personas que potencialmente podrían cuidar a cada persona dependiente. Es una ratio muy baja que, en primer lugar, indica una ruptura del equilibrio demográfico entre generaciones y está imposibilitando asegurar el cuidado mediante mecanismos informales. Por otro lado, y desde el punto de vista de género, la presencia de mujeres potencialmente cuidadoras es tan baja en las zonas rurales que se hace necesaria la incorporación de nuevos actores. Apenas hay una mujer potencialmente cuidadora por cada persona mayor de 70 años, una disponibilidad claramente insuficiente. En el año 1950 había en España 2,5 mujeres por cada persona mayor.

La situación poblacional de las zonas rurales, por tanto, refleja la ruptura del equilibrio entre generaciones y por sexos, una situación que inevitablemente reclama cambios en la manera en la que se organiza la atención a las personas mayores que viven en las zonas rurales.