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1Una oleada de furia ciudadana recorre el mundo, con movilizaciones sociales en Francia, Hong Kong, Chile, Argelia, India… El orden internacional que, más o menos, ha imperado desde 1945 está saltando por los aires. La Primavera Árabe, los movimientos de protesta por la crisis mundial del 2008, los más recientes, como el Me Too, y aquellos en favor de combatir de forma urgente el cambio climático radiografían esas rupturas de viejos consensos sociales y políticos.
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2Tras la última Gran Recesión, y las políticas puestas en marcha, muchos ciudadanos se vieron golpeados por la crisis, que dejó heridas rápidas y profundas. Además, cuando los ciudadanos de los países más desarrollados, sobre todo los europeos, se volvieron hacia sus gobiernos buscando protección, se encontraron con que estos les daban la espalda, atrapados por unos compromisos internacionales que limitaban sus márgenes de actuación y los empujaban a aplicar recortes y austeridad.
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3Todo ello dejó un poso de desigualdad y de sensación de descontento e injusticia social. Y esto está siendo aprovechado por el populismo y por las ideologías extremas, alimentadas por las promesas incumplidas, por una recuperación económica que no está llegando a todos por igual, por la insatisfacción ciudadana ante la polarización creciente de la renta y la riqueza, por el miedo creciente de aquellos que sienten que su futuro les ha sido hurtado y por la humana necesidad de buscar culpables.
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4Estamos ante un conjunto de revueltas dispares y desarticuladas ante «lo que no me gusta», cuyo origen reside en un colectivo que se siente maltratado o no tenido en cuenta (lo que nos lleva al concepto de brecha) por los poderes públicos. Pero, además, las diversas brechas que existen o se han creado se sostienen sobre aquello que nos diferencia; se convierte al adversario en enemigo, a la negociación, en claudicación, y al acuerdo, en rendición.
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5El objeto del trabajo que aquí prologamos, Brechas que rompen la sociedad española, es ayudar a entender las causas de todos estos preocupantes fenómenos sociales, e intentar proponer soluciones. Nos referiremos, en particular, a las brechas que amenazan la cohesión social y deterioran la convivencia democrática entre ciudadanos que comparten los mismos derechos formales. Brechas, en definitiva, que impiden a las personas desarrollar plenamente sus proyectos de vida en libertad.
El malestar social y con la democracia
Es cierto que la tensión entre bloques antagónicos ha sido una constante en las últimas décadas. Lo de ahora, sin embargo, divide internamente a las sociedades en varios bloques, que se organizan en torno a una fractura social (real o percibida) desde la que se busca construir una identidad propia. El debate político parece haber dimitido del espacio público y ha sido sustituido por la confrontación. Por tanto, estamos atravesando ese momento peligroso de toda transición social en el que tan defendible es alumbrar signos del nuevo orden mundial como pensar que viviremos en un desorden marcado por diversas fuerzas: blockchain, big data, inteligencia artificial, robotización o transición ecológica, pero también nacionalismo, xenofobia, intolerancia, irracionalidad o totalitarismo. Las causas de estos fenómenos tienen mucho que ver con las brechas sociales. Al respecto, existe un amplio consenso entre los expertos:
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El pacto social establecido desde la II Guerra Mundial ha saltado por los aires al calor de la globalización, la revolución tecnológica y la primacía de una economía financiera que ha erigido el beneficio privado en su nuevo y exclusivo tótem. La Gran Recesión del 2008 y la posterior crisis del euro son el punto de no retorno de un proceso de ruptura entre élites económicas globales y trabajadores sedentarios que pronto ven surgir entre sus filas a los perdedores, y desaparece la clase media, en medio de la indiferencia pública.
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Ello hace que muchos ciudadanos se sientan engañados, maltratados y menos importantes para «el sistema» que las empresas y los bancos. En palabras de Innerarity, «cuando las élites se desvinculan de lo que les ocurre a sus conciudadanos, y hay mucha gente que se siente excluida del futuro, las bases de la confrontación están sentadas».
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Esta polarización y desconfianza afecta a la calidad de la democracia; se vota de manera creciente a partidos que expresan y recogen ese enfado, aunque no lo lleven a ningún lugar constructivo. Y lo hacen, sobre todo, como señalan Levitsky y Ziblatt, cuando rompen dos normas básicas de la democracia: «la tolerancia mutua y la contención institucional».
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Todo ello empieza por la existencia de brechas sociales que no se reconocen en el espacio público y que nadie se siente comprometido a resolver. Como dice Ricardo Dudda: «La política es hoy una mezcla de propaganda e histeria mediática […] con exceso de narcisistas políticos cuyo objetivo principal es no perder presencia y para ello aspira a convertir su identidad en público». Los nuevos usos políticos desplegados por gobernantes populistas que acceden al poder son, en este sentido, reveladores: se mantienen al frente de sus nacionesde la misma manera que llegaron: dividiendo al país en dos y confrontado a una mitad contra la otra, utilizando para ello todo el arsenal disponible de fake news, búsqueda de culpables, etc.
1. Lo que une y lo que separa
La tensión entre unidad y diversidad, entre aquello que nos une y lo que nos separa, no es nueva en la historia. Por citar a un clásico de nuestra tradición judeocristiana, la Biblia reconoce la unidad de los humanos. Pero, más allá del terreno religioso, habría que esperar hasta el siglo XVIII para encontrar en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, de 1776, que todos los hombres son creados iguales y que todos tienen los mismos derechos inalienables. Esta idea saltó a Europa cuando en agosto de 1789 la recién creada Asamblea Nacional francesa aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Debemos, en gran parte, a esta Era de las Luces la idea de que entre los dioses y el resto de animales se situaban «los seres humanos», que tenían unos derechos naturales, evidentes y universales.
Con estos antecedentes, se entiende mejor el paso dado en 1948, cuando las recién creadas Naciones Unidas adoptaron la Declaración Universal de Derechos Humanos. Con ello, nuestra convivencia se fundamenta en algo esencial que nos hace iguales. Pero las brechas sociales se construyen sobre la existencia de una desigualdad, es decir, de una diferencia convertida, mediante algún tipo de razonamiento o prejuicio, en justificación de un tratamiento discriminatorio. Estas brechas pueden existir a pesar de que el ordenamiento jurídico de un país reconozca la validez de los derechos humanos y llevan, a menudo, a encerrarnos dentro de la pequeña comunidad.
La dinámica entre este tipo de brechas ayuda a explicar lo que ocurre y ha ocurrido en muchas partes del mundo. No queremos decir con esto que la existencia de brechas sociales conduzca, de manera inevitable, a un grave conflicto y menos aún a guerras. Pero sí queremos señalar, sin embargo, que no podemos vivir de espaldas a la existencia real de brechas sociales, como si la aprobación de los Derechos Humanos o la existencia de constituciones democráticas fueran suficientes como para borrar de un golpe el concepto y la existencia de brechas sociales.
2. Un breve paseo por la historia
Formamos parte de una Europa que desde la Revolución francesa se ha movido entre tres brechas fundamentales: el nacionalismo, la lucha de clases y la existente entre democracias liberales y autoritarismos. Y, de manera creciente en los últimos años, ha resurgido la brecha de la inmigración e, incluso, se han manifestado determinadas brechas que reflejan formas peculiares de expresión religiosa. Con frecuencia, la relación entre las diversas brechas ha sido conflictiva. En algunos momentos se han planteado como alternativas las unas a las otras. Y cuando ha habido que escoger entre ellas, las posturas han ido desde la famosa frase atribuida al líder derechista en nuestra II República, Calvo Sotelo, que dijo preferir «una España roja, antes que rota», hasta los actuales movimientos anticapitalistas que, en ocasiones, parecen dar más prioridad a la cuestión territorial que a la social.
Entre las revoluciones posbonapartistas de 1848 y la caída del muro de Berlín, en 1989, la confrontación entre burguesía y proletariado es posible que fuera el eje principal de la polarización social. En torno a esta confrontación los principales partidos políticos se ubicaron a izquierda y derecha, así como buena parte de los países del mundo se alinearon bien en el bloque comunista, bien en el bloque capitalista. Aun aceptando que esta fuera la brecha principal en torno a la que se organizó el debate y la confrontación política durante este tiempo, nunca fue la única. Incluso en muchos momentos llegó a ser desplazada por la otra gran brecha: la nación y el nacionalismo. Algo más que la casualidad quiso que en 1848 coincidieran la publicación del Manifiesto Comunista, elaborado por Marx y Engels, con la ola revolucionaria burguesa que enfrentó, en toda Europa, la defensa de la idea de nación, junto con unos tímidos avances democráticos. Quizá fue la primera vez que se confrontó una visión internacional de la causa obrera con los valores nacionalistas defendidos por una burguesía en auge. Y ya entonces triunfó la causa de la nación.
Tras la II Guerra Mundial, otra brecha vino a sobreponerse a las dos anteriores: democracia versus totalitarismo. Mientras que, tras la dura guerra mantenida contra el fascismo y el nazismo, la derecha defendía los valores democráticos junto con la idea de nación y las ventajas del libre mercado, una parte importante de la izquierda obrera internacionalista se encontraba atrapada por la defensa de la «dictadura del proletariado» que en los países comunistas supeditaba, en principio, la causa obrera a lo que se consideraba «libertades burguesas». La parte socialdemócrata que criticaba la falta de libertades y de democracia en los países comunistas seguía defendiendo que los valores de la igualdad social debían estar situados al mismo nivel, o incluso por delante, del principio de libertad como criterio de ordenación de una sociedad justa.
3. Algo de teoría política
Dos son las preguntas originarias de toda la teoría política: la primera, ¿qué hacemos con quien no es como nosotros? Y, la segunda, ¿existe la sociedad como un ente con vida propia, superior a la suma de sus partes? La primera pregunta roza lo filosófico, ya que requiere aceptar y entender que existe un «nosotros» y un «ellos». Si existe un «nosotros» es porque hay algo, alguna característica dominante, que nos identifica. Y si existe un «ellos» es porque hay otras características distintas que identifican a «ellos» como algo que los hace diferentes a «nosotros». A partir de aquí, ¿qué hacemos con quienes son diferentes?
La primera reacción consiste en no aceptar esa diferencia y combatir al otro por la fuerza para someterlo, dominarlo y asimilarlo. Una segunda reacción es coexistir, aislar a los otros en guetos donde puedan vivir de acuerdo con su diferencia, pero sin mezclarse con nosotros. La tercera reacción posible es establecer normas y reglas de convivencia en los mismos espacios y con las mismas oportunidades, formando parte todos de una misma comunidad, en la que todos son capaces de trabajar juntos en proyectos colectivos. Nos une algo superior, tan fuerte, que puede ser compatible con la existencia de otros subconjuntos ordenados por cualquiera de las otras características que se nos ocurran.
La segunda pregunta seminal tiene que ver con la existencia, o no, de una lógica colectiva derivada de un todo que es superior a la suma de las partes que lo componen. Se ha recordado mucho la famosa frase de Margaret Thatcher en la que decía, desde su liberalismo extremo, que la sociedad no existía, que solo había conocido individuos que interactuaban en defensa de sus intereses, bajo los principios de la ley. Llevado a nuestra reflexión, sería reconocer que no existe un «nosotros» y un «ellos», sino tan solo muchos «yo» y muchos «otro». En nuestro razonamiento, si hay una unidad de referencia lo suficientemente general como para incluir a varios colectivos particulares, las brechas entre estos últimos podrán generar tensiones, pero solo hasta el punto en que se ponga en riesgo la unidad superior de referencia.
Durante años, el llamado interés común superior actuaba como tapón que frenaba la intensidad de las tensiones entre los diferentes intereses particulares. Sin embargo, la mundialización de la economía y la irrupción de las tecnologías de comunicación han debilitado tanto el ámbito del estado nación que se está perdiendo un referente. Con ello, el análisis de las brechas sociales cobra un renovado interés porque están adquiriendo unas dinámicas nuevas que, a menudo, reflejan un malestar generalizado.
4. Lo que une y lo que separa
Algunos autores han planteado la existencia de una alternativa excluyente entre la cuestión social o la cuestión identitaria como argamasa en torno a la que se construye una sociedad. También se puede defender que, en el fondo, una parte de las reivindicaciones de redistribución se ha construido, a lo largo de la historia, sobre un relato identitario en el que la clase social se ha convertido en el grupo identitario sobre el que construir el relato y la sociedad deseada.
El ascenso de la política identitaria del yo como afirmación de la especificidad del grupo frente a la búsqueda de un bien común se ha ido produciendo a lo largo de varios años; se ha ido perdiendo la conciencia de que existe algo común que nos une a todos. Los movimientos actuales de la identidad, insiste Lilla, se hacen fuertes al reivindicar sus diferencias aun a costa de perder aquello que los une con todos los demás. Y en esa dinámica entrópica en la que desaparece la idea de un «nosotros» global, en esa era de la identidad particular, donde se reduce hasta casi desaparecer el espacio del discurso dirigido al conjunto de la nación y a los intereses generales como ciudadanos, se mueve mejor la derecha que la izquierda.
Al menos, también ha llegado a esta conclusión otro de los mejores intérpretes de la importancia adquirida por la identidad en los tiempos actuales, Francis Fukuyama, quien señala que «la demanda de reconocimiento de la identidad de cada uno es un concepto maestro que unifica gran parte de lo que está sucediendo en la política mundial en nuestros días» (Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento). Así, esta crisis de identidad conduce en la dirección opuesta «a la búsqueda de una identidad común que una al individuo con un grupo social».
Por ello, «el principio de reconocimiento igual y universal ha mutado en un reconocimiento especial de grupos particulares». En ese contexto, la percepción de la invisibilidad es clave para determinar decisiones políticas hasta el punto de que «ser pobre es ser invisible a los ojos de los demás seres humanos y la indignidad de esa invisibilidad resulta, a menudo, peor que la falta de recursos».
5. Libertad, igualdad, fraternidad y principio de la diferencia
A partir del momento en que definimos algo que nos une por encima de aquello que nos separa, la siguiente pregunta es cómo establecemos las reglas de convivencia entre diferentes. Para algunos, la respuesta hay que buscarla en la religión. Una segunda respuesta también sustrae al ser humano capacidad para establecer sus propias reglas, dejándolas en manos de la evolución social y de la historia. La tercera respuesta incide en la centralidad de los seres humanos a la hora de establecer las reglas de convivencia. Situaríamos su fundación en el movimiento de la Ilustración con dos momentos históricos de referencia: la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y la Revolución francesa, que sintetizó los principios básicos para la convivencia humana en la tríada de libertad, igualdad y fraternidad. Y nos preguntamos: libertad, ¿para qué?; igualdad, ¿de qué?; fraternidad, ¿entre quiénes?
Durante años, la mayoría identificaba libertad con libertades políticas. Principios convertidos en derechos a los que (casi) todos debían tener acceso. Sin embargo, el camino hasta el sufragio universal fue largo y tortuoso, como también lo fue la ampliación del concepto de libertad desde el ámbito político al social, posible gracias a la lucha sindical y al movimiento socialdemócrata, generalizando el estado del bienestar. Desde entonces, el concepto de libertad hay que entenderlo como que la libertad es la posibilidad real de que los individuos puedan llevar adelante sus proyectos de vida sin restricciones o dominaciones ajenas a sí mismos.
En ese sentido, la libertad tiene mucho que ver con la igualdad. Pero ¿igualdad, de qué? Los individuos tienen que ser iguales en derechos políticos y sociales, ya que no puede haber verdadera libertad si no hay un grado mínimo de igualdad entre los miembros de la comunidad. Parece razonable, también, que todos gocen de una igualdad de oportunidades que es, por otra parte, la única manera real de exigir responsabilidades a los individuos y hacerles partícipes de los frutos de sus esfuerzos. Junto a ello, la igualdad de bienestar busca elevar el bienestar social medio a través de políticas de redistribución. Por su parte, la igualdad de capacidades, desarrollada por Amartya Sen, incluye otros aspectos esenciales como la sanidad.
Y llegamos al tercer principio ordenador, el peor entendido de todos, la fraternidad. Fraternidad, ¿entre quiénes? Algunas ideologías fundamentan este principio en la diferencia. Por el contrario, también se puede organizar la fraternidad sobre aquello que nos une. Como se ve, en la forma racional de organizar la convivencia entre diferentes de una manera fraterna, la igualdad de derechos es plenamente compatible con la diversidad, a la vez que permite incorporar los sentimientos. La fraternidad, pues, elimina las actuales fronteras nacionales basadas en un hecho fortuito e involuntario, y elabora nuevas fronteras basadas en la decisión racional y voluntaria de respetar unas normas democráticas de convivencia.
Por tanto, una sociedad de diversos que quiera respetar los sentimientos de pertenencia, sin que ello sea incompatible con organizarse a partir de principios racionales que le permitan ser justa o considerarse como decente, debe tratar igual a los iguales y de forma desigual a los desiguales. Es decir, debe proteger de manera preferente a quienes son diferentes para integrarlos en base al principio de fraternidad. Eso es así porque se valora la cohesión social como un valor esencial de convivencia y, por tanto, se combaten las brechas sociales porque amenazan la convivencia pacífica y democrática.
6. La desigualdad social como terremoto
Resulta difícil explicar la sorpresa con la que, entrando en la segunda década del siglo XXI, vemos resurgir con fuerza dos focos de tensión que parecían propios del siglo XIX: el nacionalismo y la desigualdad social. El repliegue en la nación en plena era de la globalización y de las nuevas tecnologías de la conectividad mundial parece tan inexplicable como que una sociedad humana que vive el mejor momento de bienestar y calidad de vida de su historia vea cómo crece la desigualdad social y cómo la pobreza se cronifica, así como la clase media desaparece. Y aunque no todo el mundo admite los datos y hechos que prueban esta realidad, se resume, a continuación, aquello admitido por el consenso mayoritario de expertos:
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El 1% de los individuos más ricos del planeta poseen un 45% de la riqueza global, mientras que el 50% más pobre apenas si llega a poseer el 1%.
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La desigualdad entre países se ha reducido, sobre todo por el avance de India y China, pero ha crecido en el interior de los países, principalmente entre los más avanzados. Se calcula que tres cuartas partes de la desigualdad mundial se debe a desigualdad en el interior de los países.
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La pobreza mundial se ha reducido, especialmente la pobreza severa, aunque ha subido en los países desarrollados, con riesgo de cronificarse.
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La desigualdad de riqueza es mayor que la de renta. Los ricos son más ricos hoy porque ha crecido el valor de su riqueza, en muchos casos heredada, y no tanto porque ingresen más por su trabajo. Ello es compatible con el hecho de que la desigualdad de rentas derivada del abanico salarial también se ha ensanchado en los últimos años.
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En los países de la OCDE la desigualdad ha crecido desde el año 2000 en los dos tercios de sus países. Casi la mitad de la población de los países avanzados cree que, en promedio, están peor que hace veinte años.
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Muchos indicadores recogen el hecho del aumento de los niveles de pobreza en los países del G7, desde un 23% de la población en 1985 hasta el 30% en el 2016.
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El auge del populismo en los países avanzados ha sido alimentado por la tensión existente entre los objetivos de equidad proclamados y la realidad de ver cómo crece la desigualdad en su seno, a la vez que una mejora apreciable de la situación en los países más pobres.
La desigualdad no es un fenómeno nuevo, pero su crecimiento agudo en los últimos años representa un fracaso del discurso económico y político dominante en Occidente, al menos, desde el fin de la II Guerra Mundial. El pensamiento político y económico hegemónico en los últimos ochenta años ha usado el crecimiento económico como su piedra angular. Crecimiento económico, reparto del mismo, más igualdad de oportunidades y democracia liberal con contrapoderes han sido los cuatro ejes sobre los que se ha construido el mundo que conocemos. Y los cuatro están hoy en serio cuestionamiento. La primera impugnación al crecimiento económico como objetivo incuestionado ha venido del reconocimiento de que los recursos naturales son limitados, y esta crítica se ha visto ampliada, hoy, por su incompatibilidad con la sostenibilidad medioambiental. La segunda crítica procede de la constatación de que no se ha evitado la existencia de ciclos económicos, ni con la presencia del Estado como agente regulador de la actividad económica (keynesianismo), ni con la exclusión del Estado dejando actuar plenamente a un mercado supuestamente autorregulador (neoliberalismo).
La última Gran Recesión y, sobre todo, las políticas puestas en marcha han sido fundamentales para generar un desenganche generalizado con el modelo económico y social existente. La evidencia de que la globalización tiene perdedores y ganadores, unida a la sensación de desamparo derivada de la inacción de los gobiernos nacionales, cuando no la crítica abierta a sus políticas de austeridad aplicadas de manera desigual, han sido claves para explicar la actual ruptura social y el desengaño con «el sistema». El giro que ha transformado un modelo económico, social y político integrador, inclusivo, que hacía de la cohesión social un valor supremo, en otro del que se siente excluida y huye una parte importante de la población se puede situar en los comienzos de la década de los ochenta con dos políticas en paralelo: la globalización de la economía junto con el repliegue del Estado, asociado con los mandatos de Reagan en los Estados Unidos y de Thatcher en el Reino Unido. Entrábamos, con ello, en otra etapa que nos ha llevado a donde estamos: unas élites que viven en un mundo global, unas clases medias en retroceso, importantes sectores sociales que se sienten olvidados, marginados o excluidos del futuro, y una política nacional que parece haber dimitido de su tarea fundamental como el mecanismo para resolver problemas de los ciudadanos. No es de hoy, por tanto, el origen de nuestros problemas, por lo que no podemos obviar este contexto histórico a la hora de entender lo que nos pasa.
Pero conviene señalar que el incremento de la desigualdad y la cronificación de la pobreza en los países desarrollados no han sido algo inevitable o fruto secundario de las fuerzas ciegas del mercado o de la globalización. Ha estado causado por decisiones políticas que renuncian a buscar de manera consciente la cohesión social. Entender el problema es, siempre, el primer paso para intentar aportar una solución. De lo contrario, avanzaremos hacia una situación peligrosa que empieza en democracias «irascibles» y puede derivar en lo que algunos han llamado «democraturas», sistemas políticos que mantienen una apariencia formal de democracia, pero que en su funcionamiento real contienen elevados rasgos de autoritarismo y prácticas pseudodictatoriales. Ello, además, sin perder de vista la repercusión sobre la desigualdad, las emigraciones y la pobreza que están generando ya el cambio climático y sus efectos.
7. Seis brechas que rompen la sociedad española
Las brechas sociales son diferencias reales, existentes, convertidas en discriminación, cuando no directamente en desigualdades, que no se sostienen desde la razón, sino desde los prejuicios de quien eleva los muros interiores que quebrantan la sociedad. Es decir, con mucha frecuencia, las brechas proceden de injusticias sociales o derivan en ellas. Por eso decimos que las brechas carcomen la cohesión social, rompen la unidad y el propósito común de la sociedad y son agujeros por los que se va colando el populismo y el totalitarismo, que ponen fin a una convivencia democrática en sociedades plurales como las nuestras. Por eso es tan importante conocerlas, analizarlas y combatirlas.
En España, la profunda huella de la última década –la crisis, la depreciación de los salarios, el recorte en el gasto social, más una recuperación que no está llegando a todos por igual– está abriendo demasiadas brechas sociales que se han convertido en caldo de cultivo para el populismo, el neoautoritarismo y el bloqueo de la situación política, con cuatro elecciones generales en cinco años y una probada incapacidad para formar gobiernos y mayorías parlamentarias estables. Ello, a su vez, dificulta todavía más la adopción de las medidas necesarias para reducir dichas brechas, por lo que la insatisfacción ciudadana crece al ver que nadie hace (aparentemente) nada para resolver «su» problema; incluso, que «su» problema no es fácilmente reconocido y valorado. No es casualidad que «los políticos y la política» ya sea considerado el segundo problema para los ciudadanos en España según el Centro de Investigaciones Sociológicas, tras el paro. De ello solo cabe deducir una extendida desconfianza de los ciudadanos hacia quienes protagonizan la democracia.
Sin embargo, aunque la atención mediática sea perecedera, los problemas reales existen y la gente real los sigue sufriendo. Esa realidad casi estructural de los problemas englobados en las brechas sociales que analizamos es lo que dota de sentido su estudio y el esfuerzo por presentar, desde la sociedad civil, ideas que puedan ayudar a solucionarlos. En este trabajo analizaremos seis brechas que dividen transversalmente a la sociedad española de hoy. Puede que falten algunas, pero creemos que no sobra ninguna, aunque no todas tienen la misma intensidad, ni el mismo peso. De momento.
Pero en tiempos en que, en España, la cuestión territorial ha adquirido un protagonismo incuestionable y casi monotemático, nos ha parecido oportuno recordar que nuestro país no solo está siendo sometido a sacudidas que discuten su integridad geográfica, sino que se está resquebrajando socialmente al haberse desatado las fuerzas que ponen en cuestión la cohesión social necesaria, compatible con una sociedad democrática. Y tomar conciencia de ello alinea las fuerzas sociales y políticas de otra manera distinta a como lo hace el debate territorial. Del mismo modo, queremos señalar que las situaciones de dominación de un grupo social sobre otro, de unos individuos sobre otros, no provienen exclusivamente de la economía. Por ello son varias las fuerzas en marcha que definen un momento social concreto en un país.
En esta colección, «Brechas sociales», destacamos seis grandes rupturas transversales de nuestro país: ricos-pobres, mujeres-hombres, jóvenes-mayores, mundo rural-mundo urbano, turbocapitalismo-retrocapitalismo y analógicos-digitales. Fracturas que no podemos obviar como país y que tenemos la responsabilidad de cerrar para que los tiempos convulsos que vivimos no tengan mayores consecuencias y no pongan en peligro nuestra democracia.
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