Reseña
Cambiando el diálogo sobre la desigualdad
Anthony B. ATKINSON. Inequality: What Can Be Done?, Cambridge, Massachussetts: Harvard University Press, 2015
En su libro Inequality: What Can Be Done? [Desigualdad: ¿cómo puede abordarse?], Anthony Atkinson discrepa del discurso dominante sobre la desigualdad y defiende, con magistral convicción, sus ideas político-económicas. Una lectura somera de las propuestas resumidas al final de la obra podría sugerir que nos hallamos ante un discurso romántico de la vieja izquierda: más impuestos, una mayor regulación e intervención estatal en los sectores bancario y financiero, más gasto, etcétera; es decir, ante un replanteamiento utópico de políticas largamente relegadas al olvido. Sin embargo, conforme se profundiza en la obra, tratada desde un punto de vista normativo, se adquiere una visión muy distinta. El análisis de Atkinson aporta una inusual combinación de atención a la eficiencia y a los efectos redistributivos de las políticas, un sólido conocimiento histórico, y un cierto pragmatismo económico y político. El objetivo, detallado explícitamente, «consiste más en una reforma progresista que en una optimización trascendental» (pág. 236), lo que exige modificar el diálogo sobre los factores que generan desigualdad y las estrategias para combatirla.
Tomando como referencia décadas de exhaustiva investigación sobre la materia, esta obra se propone abordar el aumento —según parece, imparable— de la desigualdad en la distribución de los ingresos y la riqueza. Las 15 propuestas formuladas son una respuesta a los cambios registrados en las causas que propician la desigualdad, claramente identificadas en la primera mitad del libro. Combinan una concienzuda adaptación de viejos instrumentos de políticas a nuevos contextos (salario mínimo o tributación progresiva sobre los ingresos y la riqueza) con la introducción de diversos instrumentos innovadores (una herencia mínima al alcanzar la mayoría de edad, una renta de participación). Estas propuestas, y los sólidos fundamentos en que se sustentan, articulan tres mensajes clave para cambiar el diálogo sobre la desigualdad y el modo de abordarla.
En primer lugar, la cuestión de cómo lograr una mayor igualdad se examina desde una perspectiva tanto normativa (la equidad y la igualdad tienen valor por sí mismas), como positiva (aplicada). Suele objetarse que las intervenciones en favor de la igualdad imponen distorsiones, provocan una mayor tasa de desempleo y, en última instancia, reducen el tamaño del pastel a repartir, lo que se traduce en unos resultados que distan de ser óptimos. Se trata de un argumento muy manido, cuyos fundamentos teóricos y empíricos carecen de solidez, tal y como Atkinson demuestra. Sin embargo, cómodamente instalado en el discurso académico y público, ha limitado la comprensión colectiva de la evolución real de la desigualdad a largo plazo, así como de sus factores determinantes.
Atkinson emplea nuevos datos para analizar, en primer lugar, dónde y cuándo se produjo una disminución de la desigualdad y, en segundo lugar, por qué está aumentando de nuevo. Destaca, junto con Piketty, un descenso en la importancia relativa de los ingresos salariales con respecto al capital, pero advierte acerca de una distinción fundamental entre riqueza y la capacidad real de obtener beneficios del capital. Este último es el que resulta realmente afectado por los ingresos, pese al hecho de que la propiedad de capital por medio de la vivienda sea una práctica cada vez más extendida. Fruto de ello, el anterior cruce entre la distribución de los ingresos y la distribución de las ganancias de capital ha dado lugar a un nuevo mundo caracterizado por una significativa y creciente superposición entre ambas. A la vez, el aumento de la diferencia salarial evidencia un fenómeno relativamente nuevo: los logros conseguidos gracias a la educación ya no constituyen un indicador óptimo de los beneficios económicos, dado que estos reflejan la concentración de la capacidad para explotar innovaciones tecnológicas y gestionar el capital. Además, el tejido democrático de la desigualdad también ha experimentado cambios (las elecciones maritales se han transformado en matrimonios inter pares, con la consiguiente polarización de las riquezas de cada hogar). Simultáneamente, el poder de negociación de los sindicatos y de las instituciones del mercado de trabajo se ha debilitado, los impuestos cada vez son menos progresivos (fruto de una reducción de las bases y tipos impositivos), y las prestaciones cada vez son menos generosas (fruto de un recorte de los niveles y de la cobertura).
En segundo lugar, una estrategia eficaz contra la desigualdad debe poner fin a estos vínculos de un modo integral. Dado que las causas que provocan un aumento de la desigualdad son multidimensionales, las reformas para reducirla también deberían serlo. Ello significa centrarse en las desigualdades existentes en el mercado en la misma medida —o incluso en mayor proporción— que en las correcciones, recurriendo para ello a medidas fiscales redistributivas, además de prestar una escrupulosa atención a las interacciones entre las distintas intervenciones a largo plazo. Así, por ejemplo, los objetivos orientados a reasignar los beneficios de la innovación tecnológica y a igualar la capacidad para acceder a una cantidad mínima de capital y garantizar unas ganancias mínimas requieren complejas medidas institucionales, regulatorias y fiscales.
El Estado, además de financiar la innovación, también debe intervenir en la distribución de los beneficios generados por esta mediante un interés concreto por los aspectos distributivos de las políticas (políticas n.º 1 y n.º 7), al tiempo que la política sobre competencia debe reequilibrar los intereses de todas las partes (política n.º 2). Para ampliar las partes interesadas, todos los individuos deben recibir una cantidad mínima de capital al cumplir la mayoría de edad (herencia mínima, política n.º 6), que los pequeños propietarios deberían ser capaces de maximizar sin incurrir en riesgos (política n.º 5: bonos de ahorro nacional). A su vez, con miras a que los asalariados puedan participar de los beneficios de la innovación, debe considerarse un nuevo salario mínimo, compatible con incentivos —algo que es posible y conveniente a la vez—, junto con iniciativas dirigidas a garantizar una remuneración justa y a facilitar salarios de eficiencia (política n.º 4).
Más allá del mercado de trabajo, una seguridad social ampliada, junto con nuevas transferencias como una asignación universal por hijo a cargo —que tributaría como ingresos— y una renta básica basada en contribuciones a la comunidad (renta de participación) permitirían que los objetivos de integración social y eficiencia económica fueran compatibles. Estas políticas, aplicadas de un modo coordinado, no solo generarán una sociedad más justa, sino también más sostenible ante las crecientes presiones demográficas. Quienes estén interesados en la prosperidad a largo plazo —incluidos los que llevan las de ganar— harán bien en preocuparse por la desigualdad y ser menos miopes. Por desgracia, la gestión de los interlocutores económicos y políticos cortos de miras constituye uno de los retos más arduos de la economía política.
Esto nos lleva al tercer mensaje del libro, que argumenta que la desigualdad es un problema, tanto de tipo económico como, fundamentalmente, político. Los recursos necesarios para implantar las reformas apuntadas requieren dar un impulso progresivo a la tributación sobre los ingresos y sobre la riqueza. El primer caso conllevaría regresar a una fiscalidad progresiva mediante nuevos descuentos impositivos sobre las rentas del trabajo, limitados al primer tramo de ingresos (políticas n.º 8 y n.º 9); el segundo, impuestos progresivos sobre la propiedad inmobiliaria (política n.º 11) y un impuesto vitalicio progresivo sobre la transmisión de la riqueza (política n.º 10). En una economía global, estas iniciativas no destacan por su carácter innovador, pero requieren, según admite Atkinson, más esfuerzos de coordinación entre los interlocutores políticos y económicos locales dentro de cada nación, así como elevados niveles de cooperación internacional (por ejemplo, en la Unión Europea).
La última sección del libro está dedicada a desacreditar el mito de que las reformas señaladas reducirían la renta nacional, además de resultar insostenibles desde un punto de vista económico. Un análisis empírico refuta rápidamente estas afirmaciones: las pruebas aportadas por estudios transnacionales revelan que las naciones más igualitarias crecen más y mejor que las más desiguales, y el análisis de microsimulación en el contexto del Reino Unido ilustra de qué modo un programa en favor de la igualdad es económicamente viable. La viabilidad económica, sin embargo, no se traduce de forma automática en una viabilidad política, problema que se aborda con menor profundidad que otros aspectos de la reforma progresiva.
El libro recoge diversos ejemplos de cooperación nacional e internacional que infunden optimismo; no obstante, las pruebas aportadas por estudios de economía política comparada recomiendan cierta cautela. La coordinación entre los interlocutores políticos y económicos de carácter local con miras a la creación de unos mercados de trabajo eficientes y equitativos, que en su día dominaban las economías de la Europa septentrional, ahora está siendo cuestionada. La propia diversificación de experiencias en el mercado de trabajo complica el debate nacional sobre una retribución y un empleo justos, incluso en aquellos casos donde antaño constituía la referencia fundamental de la política económica. Dado que las consecuencias políticas de la inmigración y la diversificación de los riesgos del mercado de trabajo socavan la viabilidad política de dichas iniciativas de coordinación, el esfuerzo necesario para implantar las ambiciosas propuestas formuladas en este libro parece situarse más allá de los horizontes temporales de los políticos que aspiran a ser elegidos.
La situación en el ámbito internacional no es mucho mejor. Las respuestas por parte de los países miembros de la Unión Europea ante las crisis de deuda soberana revelan un escaso interés por las implicaciones distributivas de las políticas de ajuste más allá de las necesidades electorales inmediatas. Aunque una conmoción ocasional, como la provocada por el Brexit, puede suscitar algunas reflexiones sobre las causas del descontento de los ciudadanos con las presentes pautas de desigualdad económica y la inacción política para combatirlas, parece que los líderes actuales están más preocupados por sus limitaciones nacionales que por el desarrollo de una iniciativa coordinada que permita atajar verdaderamente las causas de desigualdad que rebasan las fronteras nacionales. Una vez más, ello ensombrece las perspectivas políticas de algunas de las propuestas, con independencia de su viabilidad económica.
El siguiente obstáculo a la hora de diseñar un programa factible en favor de la igualdad consiste en aunar las propuestas formuladas en este libro con la economía política de cooperación existente en los distintos países y entre los mismos, explorando las condiciones institucionales con arreglo a las cuales estas reformas pueden ser compatibles con incentivos y, por consiguiente, sostenibles, tanto para los votantes/consumidores, como para los productores.
Al llevar el diálogo sobre la desigualdad hasta este punto, la presente obra proporciona un hito poco usual en nuestra capacidad colectiva para aspirar a conseguir un mundo mejor.