
-
1Las rentas mínimas autonómicas se han consolidado y cumplen un papel apreciable, pero son aún débiles para reducir sustancialmente la tasa de pobreza en España.
-
2Hay demasiada heterogeneidad entre comunidades autónomas en el diseño y las cuantías de las rentas mínimas, aunque las últimas reformas convergen en generosidad.
-
3La crisis y los problemas de las rentas mínimas obligan a replantear el modelo de garantía de rentas en España, inspirándose en éxitos relativos como el del País Vasco.
Introducción
El grado en que las sociedades consiguen reducir la pobreza a través de sus políticas públicas es sin duda alguna uno de los mejores indicadores de equidad, solidaridad y cohesión social de que podemos disponer. La pobreza y la exclusión social son fenómenos multidimensionales, y un determinado nivel de pobreza en una sociedad puede deberse a una multiplicidad de factores, no todos los cuales dependen directamente de decisiones políticas (o de su ausencia). Aunque son muchas las políticas que pueden tener un efecto importante sobre las tasas de pobreza de un país, hace tiempo que sabemos que los programas de prestaciones en dinero tienen un papel fundamental en combatir la pobreza, tanto en países avanzados como en desarrollo.
Los modernos estados del bienestar disponen de numerosas herramientas para el sostenimiento de rentas de la población en los casos o las etapas de la vida en que estas resulten insuficientes para llevar una vida digna. Sin embargo, la mayoría de dichas herramientas han estado ligadas tradicionalmente a una participación regular y estable en el mercado de trabajo: es el caso de las prestaciones contributivas (o semi-contributivas, como muchos subsidios de desempleo). Durante las décadas centrales del siglo xx, países como el Reino Unido, Alemania, Dinamarca o Suecia introdujeron programas de garantía de renta adicionales pensados para cubrir a la población en situación de pobreza extrema, que debía ser residual en períodos de pleno empleo. Estos programas de apoyo a la renta para hogares sin ingresos, o con ingresos muy bajos, se acabaron extendiendo de una u otra forma por prácticamente toda Europa a finales del siglo xx (Aguilar, Gaviria y Laparra, 1995; Ayala, 2000; Noguera y Ubasart, 2003), y, aunque no fuesen contributivos, la mayoría de ellos exigían a los beneficiarios contraprestaciones en términos de disponibilidad y búsqueda de empleo, formación ocupacional, actividades dirigidas a la inserción laboral o incluso trabajo efectivo en ciertos programas de empleo. En general, se trataba de establecer una red de último recurso para aquellas personas y hogares que hubieran agotado o no pudieran acceder legalmente a las prestaciones tradicionales del sistema de garantía de rentas (como las pensiones o las prestaciones por desempleo).
En España, donde las tasas de desempleo y de pobreza monetaria1 han sido comparativamente altas durante todo el período democrático, la red de último recurso que suponen los programas de rentas mínimas no se puso en marcha hasta prácticamente la década de los noventa del siglo pasado, siendo la administración pionera en ello la del País Vasco en 1989. Como casi todo el resto del edificio del Estado del bienestar en nuestro país, este nuevo nivel de protección se fue construyendo en las comunidades autónomas (CC.AA. en lo sucesivo) de manera poco coordinada, al aluvión de reivindicaciones sociales y sindicales o de contingencias políticas y presupuestarias, y lo hizo además con una justificación altamente empleocéntrica y una legitimación social aún hoy problemática. Treinta años después, la mayoría de los programas autonómicos de rentas mínimas están lejos de haber cumplido satisfactoriamente sus funciones de lucha contra la pobreza e inserción social y laboral. En parte debido a una década de profunda crisis y contención presupuestaria, pero también a las propias limitaciones del diseño de estos programas y a la carencia de impulso político y presupuestario, los índices de pobreza y desigualdad en nuestro país arrojan cifras récord durante el último quinquenio (Ayala y Ruiz-Huerta, 2018; Ayala et al., 2018; Noguera, 2017a y 2017b). ¿Cabe, entonces, decretar el fracaso absoluto de estos programas o existen claroscuros y casos de éxito relativo?
Aunque durante mucho tiempo ha habido una notable escasez de análisis sobre la evolución y el impacto de las rentas mínimas, hoy en día los principales datos son bien conocidos y están abundantemente documentados en diversos informes y estudios2. Esto no significa que no queden lagunas en dicho análisis: sabemos aún poco, por ejemplo, de su efectividad a la hora de insertar a los beneficiarios (una de sus principales justificaciones habituales), o de los niveles de take-up en los diversos programas (esto es, el grado en que los beneficiarios potenciales efectivamente solicitan las prestaciones), por no hablar de la eficiencia de sus modelos de gestión y administración. Dado que toda la información estadística de que se dispone está recogida en los citados informes, y que estos son de fácil acceso, este capítulo no la reproducirá en detalle, sino que intentará partir de ella para destacar las tendencias y patrones principales que permiten hacer un balance y apuntar algunas líneas de actuación para el futuro.
1. Balance de los programas de rentas mínimas en España
La expansión de las rentas mínimas hasta la crisis actual
La aparición durante la última década del pasado siglo de diecisiete programas de rentas mínimas en España, uno por comunidad autónoma (a los que posteriormente se unieron los programas de Ceuta y Melilla), no se explica sin tener en cuenta diversos factores. En primer lugar, la ausencia de actuación en este sentido por parte de la Administración central, que, una vez introducidas las pensiones no contributivas en 1990, prefirió considerar un posible programa de renta mínima como perteneciente al ámbito de la «asistencia social» y los servicios sociales, competencia constitucionalmente reservada a las CC.AA., antes que continuar expandiendo derechos y prestaciones dentro del ámbito de la Seguridad Social. El establecimiento pionero del Ingreso Mínimo de Inserción por el Gobierno vasco en 1989, inspirado en buena medida en la coetánea experiencia francesa, empezó a llenar ese vacío, pero al mismo tiempo generó un debate nacional con fuerte carga ideológica sobre si las prestaciones económicas para las personas en edad laboral y situación de pobreza fomentarían el «parasitismo». La entonces ministra socialista de Asuntos Sociales, Matilde Fernández, realizó una famosa declaración según la cual a los pobres había que «darles la caña y no el pez» (Aguilar, Gaviria y Laparra, 1995), en referencia a la prioridad de las políticas activas de empleo sobre las pasivas, centradas en las prestaciones. En este clima político, las rentas mínimas en España nacieron bajo una permanente sospecha de fomentar el fraude y desincentivar la búsqueda de empleo, y los responsables políticos de las CC.AA. las diseñaron bajo una presión permanente (quizá más percibida que real) para justificar que estaban primordialmente enfocadas hacia la inserción laboral de los beneficiarios. Aun así, la oportunidad política de asumir competencias ligadas al bienestar social en un Estado que estaba construyendo su modelo territorial resultaba difícil de desaprovechar a medio plazo para la inmensa mayoría de los gobiernos autonómicos, de cualquier color político.
Un segundo factor reforzaba aún más el atractivo político de la creación de las rentas mínimas autonómicas: las indudables lagunas del sistema de protección social para hacer frente a las crecientes necesidades sociales, que ya habían motivado una huelga general exitosa pocos años antes. En este escenario, el crecimiento sostenido de beneficiarios de las rentas mínimas durante los siguientes quince años, así como de los recursos presupuestarios destinados a las mismas, contribuyó sin duda a mitigar los efectos de la crisis de los años noventa, disminuyendo las tasas de pobreza severa y las situaciones de desposesión más graves. Sin embargo, aunque la tendencia a nivel estatal fuese esa, las desigualdades de generosidad y cobertura entre CC.AA., debidas más a factores políticos y sociales que de capacidad económica, dieron como resultado un sistema de rentas mínimas fragmentado e incoherente, mal posicionado para enfrentarse adecuadamente a la gran crisis económica que se inicia en el año 2010.
En efecto, el escenario de crecimiento sostenido se rompe con la reciente crisis económica, que se hizo sentir con especial virulencia en los hogares más vulnerables económicamente. Según datos de la Encuesta de Condiciones de Vida del INE, la tasa de riesgo de pobreza ascendió del 19,8% en 2008 a un máximo histórico del 22,3% en 2016, cuando ya se partía de una tasa anómalamente alta en el contexto de la Unión Europea, donde España se sitúa como el tercer país con mayor tasa de pobreza tras Bulgaria y Rumanía. Es reseñable que con el mismo umbral de pobreza fijado en el año 2008 en términos absolutos, la tasa de pobreza para 2017 hubiera sido del 28,2%. La tasa de privación material severa, que indica el porcentaje de personas en hogares que no pueden sufragar cuatro o más productos de consumo básicos, ascendió desde el 3,6% en 2008 a un máximo del 7,1% en 2014, manteniéndose aún en 2017 en el 5,1% (lo que abarca a 2,3 millones de personas). La brecha de la pobreza, un indicador de la intensidad de la misma que mide la distancia media entre los ingresos de los hogares pobres y el umbral de la pobreza monetaria, ha crecido desde el 25,6% del año 2008 al 32,4% de 2017. Finalmente, el indicador de pobreza severa (que refleja el porcentaje de personas en hogares con ingresos extraordinariamente bajos o inexistentes) ha subido del 7,4% en 2008 al 10,5% en 2017, lo que viene a representar unos 4,8 millones de personas, prácticamente la mitad de la población en situación de pobreza. La tasa de pobreza infantil (porcentaje de menores de 18 años que viven en hogares pobres) asciende al 28,3% (frente a un 20,1% para la población mayor de 18 años). Y los desempleados sufren una tasa de pobreza del 44,6%; pero incluso entre los trabajadores, el 14,1% vive en hogares bajo el umbral de la pobreza. Finalmente, un 40,6% de las personas que viven en hogares monoparentales se encuentran en situación de pobreza.
Aunque resulte obvio el importante papel que la alta tasa de desempleo (que ha llegado a superar el 25% durante los años más duros de la crisis) y la precariedad laboral tienen a la hora de explicar los elevados niveles de pobreza de nuestro país, también lo es que nuestro sistema de garantía de rentas carece de músculo suficiente para hacerles frente. Esta es una constatación cada vez más difícil de ignorar por las administraciones públicas, y quizá explique en parte que desde 2015 (año en que las elecciones autonómicas arrojaron cambios políticos importantes en numerosas CC.AA.) se hayan puesto en marcha o aprobado diferentes reformas de calado de los programas de rentas mínimas en la línea de aumentar su generosidad y relajar los requisitos de entrada y permanencia.
Si bien subsisten importantes diferencias entre ellas, el sistema actual de rentas mínimas autonómicas resulta difícil de explicar sin la presencia de dinámicas de competición e imitación entre CC.AA., mediante mecanismos de policy learning y policy diffusion. Dejando aparte el hecho constatable de que las leyes que regulan las rentas mínimas en muchas CC.AA. contienen preceptos muy similares para ordenar ciertos aspectos de las mismas, existe también cierta evidencia de esos mecanismos en el diseño de los programas o en la determinación de las cuantías de las prestaciones (Ayala, Herrero y Martínez-Vázquez, 2018). Si bien el gasto en rentas mínimas y su cobertura están en nuestro país por debajo de la media de la UE, en comparación con otros casos de estados del bienestar mediterráneos como Grecia o Italia (donde también existe un sistema descentralizado), en España las dinámicas políticas y de competición-imitación entre CC.AA. han funcionado de forma relativamente favorable a la expansión de las rentas mínimas (Natili, 2017): la movilización de diversos grupos sociales y las negociaciones políticas han llevado a una institucionalización frágil pero estable de dichos programas. En especial, los sindicatos han sido un actor clave en este proceso, habiendo adoptado una estrategia más favorable a los outsiders (desempleados o trabajadores precarios e inestables) que sus homólogos europeos, algo que probablemente se explica por su adaptación a un mercado de trabajo mucho más precarizado y polarizado. Pero también partidos de muy diverso signo político, movimientos sociales regionales específicos u organizaciones ligadas a la Iglesia como Cáritas han tenido un papel importante, según los casos, en el impulso político de las rentas mínimas.
Las rentas mínimas en el contexto del sistema de protección social
Como se ha dicho, las rentas mínimas autonómicas venían a cubrir el hueco de protección social que el sistema de garantía de rentas estatales, muy ligadas a la Seguridad Social contributiva, había dejado. Aunque la década de los ochenta y los primeros años noventa conocieron el despliegue de los subsidios de desempleo y las pensiones no contributivas, pronto se hizo evidente que estas prestaciones continuaban sin alcanzar a numerosos colectivos en situación de necesidad, o lo hacían de modo insuficiente.
Dos eran y siguen siendo las principales lagunas que hay que cubrir. En primer lugar, una laguna de cobertura poblacional: muchos desempleados y hogares sin ingresos carecen de derecho legal subjetivo a las prestaciones de la Seguridad Social porque no tienen edad suficiente para acceder a pensiones, porque han agotado las prestaciones y subsidios por desempleo o han causado baja en ellos, porque nunca han tenido un empleo o no lo han tenido durante el suficiente tiempo, o habiéndolo tenido no cumplen alguno de los requisitos exigidos; incluso un volumen creciente de personas que tienen empleos con bajos salarios, esporádicos o estacionales, pueden ser excluidas de las prestaciones de la Seguridad Social.
En segundo lugar, existía también una laguna de intensidad protectora por la insuficiencia de las cuantías de pensiones y subsidios por desempleo. Esta insuficiencia afecta especialmente a los hogares con muchos miembros o menores a cargo (sobre todo si son monoparentales), y con ingresos bajo el umbral de la pobreza severa. Ello se ve además agravado por el hecho de que la indexación de la cuantía de las prestaciones dirigidas a la población en edad laboral haya dependido en nuestro país de decisiones políticas (como la fijación del salario mínimo o el indicador de referencia IPREM), más que de indicadores objetivos; esto ha permitido, además, que dichas cuantías permanecieran prácticamente congeladas durante largos períodos: los de crisis económica y contención presupuestaria. Adicionalmente, las prestaciones por hijos a cargo de la Seguridad Social, dada su reducida cuantía, han cumplido también un papel testimonial (Cantó y Ayala, 2014; UNICEF, 2015).
Parecería evidente que el Estado debería haber saludado con entusiasmo la disposición de muchas CC.AA. a complementar estas insuficiencias con sus propios recursos, pero, sorprendentemente, y por motivos predominantemente políticos, la contraria ha sido la tónica dominante: la Administración central ha sido enormemente recelosa, cuando no ha combatido abiertamente en el terreno legal (como lo hizo con los complementos autonómicos a las pensiones), los intentos de algunos gobiernos autonómicos de mejorar el sistema de garantía de rentas. A ello se han unido algunos problemas de interpretación jurídica que en ocasiones han conducido a situaciones inéditas, como que algunas prestaciones estatales se consideren en la práctica como subsidiarias o complementarias de las rentas mínimas autonómicas e incluso de prestaciones locales (como algunas extensiones del subsidio por desempleo). En suma, la complejidad territorial y administrativa de nuestro modelo de Estado ha supuesto una fuente de obstáculos para el diseño y la implementación de un sistema coordinado y coherente de garantía de ingresos mínimos, pero, al mismo tiempo, sin la descentralización operada hacia las CC.AA. los incentivos de todo tipo para desplegar un sistema de rentas mínimas que operase como última red de seguridad hubieran sido menores. En esta paradoja debe moverse cualquier intento de reforma del sistema de garantía de rentas en España.
El diseño de las rentas mínimas
El hecho de que las primeras rentas mínimas aprobadas en el País Vasco y Cataluña se inspirasen en la Revenu minimum d’insertion francesa, más que en otros modelos como el británico, el danés o el holandés, condujo a un tipo de diseño muy centrado en la complementariedad de ingresos, la subsidiariedad respecto de otras prestaciones y la orientación hacia el empleo y la inserción, con fuertes condiciones de conducta. En general, las decisiones de diseño que los programas de rentas mínimas han debido afrontar (y que se enumerarán a continuación) afectan a toda una serie de aspectos que tienen que ver con las características de los beneficiarios potenciales, las de las prestaciones a las que tienen derecho y la conducta de aquellos una vez que han obtenido las prestaciones. En la mayoría de los casos, la opción elegida ha tendido a ser restrictiva, fundamentalmente, pero no solo, por motivos presupuestarios:
-
Edad: en pocos casos los programas de rentas mínimas han reconocido el derecho a la prestación a los menores de 25 años, optando así por un determinado modelo de emancipación juvenil tardía. Asimismo, han considerado que las personas de 65 o más años deberían estar cubiertas por el sistema de pensiones; con el tiempo, la evidencia de que ello podía implicar una protección de intensidad muy diferente según la edad para determinados colectivos llevó a muchas CC.AA. a establecer también programas de complementos de las pensiones más bajas (las no contributivas).
-
Residencia: los beneficiarios de rentas mínimas deben demostrar la residencia en la comunidad autónoma de referencia, pero diferentes programas sustancian de diversos modos este requisito, bien como residencia legal estricta, como residencia «efectiva», o bien como simple empadronamiento. Los períodos mínimos de residencia exigidos también varían, pero suelen ser largos y se establecen limitaciones estrictas para las ausencias. Por último, la definición de las unidades de convivencia a las que se reconocen las ayudas (pues en ningún caso se trata de prestaciones individualizadas sino por hogar) ha sido ampliada en varias CC.AA. más allá de la definición tradicional de hogar familiar, e incluso algunos programas admiten la existencia de varias unidades de convivencia en la misma vivienda, con objeto de atender ciertas situaciones residenciales frecuentes en colectivos de inmigrantes o minorías étnicas.
-
Naturaleza del derecho: si bien las rentas mínimas se han ido configurando cada vez más como derechos subjetivos en la mayoría de las CC.AA. (esto es, de obligado reconocimiento si se cumplen los requisitos establecidos en la ley), ello no ha sido el caso en todas, e incluso algunas, como Murcia, establecen períodos cerrados de solicitud durante el año. En ciertos casos, como la RMI de Cataluña de 2011 a 2017, se eliminó el carácter de derecho subjetivo de la prestación (que se había introducido en 2007) en el marco de los recortes presupuestarios, con la intención de hacer depender el reconocimiento de las solicitudes del presupuesto disponible y, por tanto, de una mayor discrecionalidad política.
-
Duración: aunque la mayoría de las CC.AA. otorgan la prestación por períodos anuales o bianuales, estos son habitualmente renovables de manera indefinida si se mantienen los requisitos de acceso y permanencia. Sin embargo, subsisten períodos máximos de percepción continuada en algunas CC.AA. como Andalucía.
-
Tipo de dificultad social: aunque no ha sido la tónica predominante, alguna comunidad como Cataluña estableció de 2011 a 2017 la necesidad de que los solicitantes presentasen una «dificultad social añadida» a la mera situación de desempleo, con objeto de reducir el coste económico del programa durante la etapa más dura de recortes presupuestarios; dicha «dificultad añadida» hacía referencia a problemas demostrables de salud física o mental, monoparentalidad, exclusión social, indigencia o violencia de género.
-
Cuantía de la prestación: las rentas mínimas se plantean como prestaciones diferenciales; esto es, que complementan los ingresos existentes del hogar hasta un cierto umbral garantizado. Dicho umbral se calcula de acuerdo con una escala de equivalencia para miembros del hogar adicionales al solicitante, escala que en todos los casos es menos generosa que la habitualmente utilizada para calcular los umbrales de pobreza monetaria (véase la nota 1). La tendencia habitual ha sido además la de establecer una cuantía máxima, penalizando así a los hogares con muchos miembros.
La cuantía básica de las prestaciones (para un hogar unipersonal) ha sido probablemente uno de los factores que han causado mayor desigualdad entre los programas de rentas mínimas autonómicos hasta la actualidad: desde los 400 euros de la Comunidad de Madrid a los 644 del País Vasco, las diferencias son sustanciales, y lo mismo ocurre con las cuantías máximas reconocidas, (que van desde los 655 euros de Andalucía a los 1.221 de Navarra, o incluso la cuantía ilimitada en el caso de la nueva ley de Castilla-La Mancha).
Aunque algunas de estas cuantías, en la horquilla superior, son relativamente generosas cuando se comparan con las prestaciones mínimas de la Seguridad Social, su evolución en proporción al umbral de la pobreza (esto es, su intensidad protectora respecto de la misma) ha sido relativamente estable, con grandes diferencias entre CC.AA. (Ayala et al., 2016): el País Vasco o Navarra cubrirían hasta un 65-70% del umbral de pobreza para una pareja con hijos, quedándose el resto de las CC.AA. entre el 30 y el 50%. Sin embargo, el panorama cambia si en lugar de considerar el umbral nacional de pobreza se consideran los respectivos umbrales regionales: en tal caso, las diferencias se estrechan mucho: Andalucía y Extremadura se acercan e incluso superan al País Vasco, pero solo una comunidad (Extremadura) se sitúa cerca del 60% del umbral. La situación es mejor si se considera la cuantía para un hogar unipersonal: nuevamente el País Vasco y Navarra encabezarían el ranking nacional, con intensidades respectivas del 113% y el 93% del umbral de la pobreza, pero en este caso prácticamente ninguna comunidad caería por debajo del 60%.
-
Indexación: como se ha dicho, una de las causas de que la insuficiente intensidad de las rentas mínimas se haya mantenido estable en el tiempo ha sido su inadecuado método de indexación, que ha dependido de criterios políticos como la evolución del SMI o de un indicador estatal (el IPREM) específicamente creado en 2004 para desvincular las prestaciones sociales de las subidas del SMI, que en aquella legislatura subió por encima del IPC. Al garantizar solo un determinado porcentaje de esos indicadores, la mayoría de las rentas mínimas ha permanecido con cuantías congeladas durante largos períodos de crisis económica y recortes. Como novedad, cabe destacar el caso de la ley navarra de Renta Garantizada de 2016, que establece una indexación con el mejor de dos indicadores: el salario medio de la comunidad y el IPC.
-
Compatibilidad con los ingresos por empleo: uno de los problemas de muchas rentas mínimas ha residido en la exclusión de los hogares con ingresos por empleo, por considerarse que la suficiencia de sus rentas debería estar ya asegurada por las regulaciones laborales como el SMI. Sin embargo, en un mercado de trabajo crecientemente irregular, fragmentado y precarizado, este es un supuesto cada vez más arriesgado. Numerosos trabajadores tienen ingresos laborales (por cuenta propia o ajena) que en cómputo anual o incluso mensual son inferiores al SMI, esporádicos, estacionales, provenientes de empleo a tiempo parcial o de la economía sumergida, etcétera. Su exclusión de los programas de rentas mínimas conduce a situaciones de desprotección y de desincentivo para el empleo en ciertos colectivos poco cualificados. Por esta razón, cada vez más programas de RR.MM., aunque aún de forma restrictiva, admiten esta compatibilidad siempre que los ingresos por trabajo no superen un determinado umbral o duración.
-
Rentas computables: cuestión distinta de la compatibilidad con los ingresos del trabajo es la de si estos son o no computados a la hora de calcular la prestación diferencial a la que se tiene derecho. El modelo tradicional de rentas mínimas, tanto en España como en la Unión Europea, ha tendido a hacerlo así, creando un desincentivo laboral conocido como «trampa de la pobreza» (o del desempleo): si por cada euro de ingreso laboral adicional se descuenta un euro de prestación, el incentivo para obtener ingresos adicionales por trabajo es cero (o negativo si se tienen en cuenta los costes asociados a tener empleo). Esta es la razón de que muchos programas hayan introducido estímulos al empleo que implican no computar parte de las rentas por trabajo a la hora de calcular la prestación, de modo que siempre se disponga de renta neta más alta cuanto mayor es el ingreso por trabajo hasta un determinado umbral, superior al garantizado por la prestación. En España, el País Vasco fue una vez más pionero en la implantación de este tipo de estímulo en 1998 (Sanzo, 2013; Zalakaín, 2014).
Por otro lado, sí es habitual que determinadas prestaciones sociales individuales como las pensiones no contributivas o las contributivas hasta un cierto límite de cuantía no computen a la hora de determinar los ingresos de la unidad de convivencia, evitando así establecer incentivos perversos en determinados hogares que pueden albergar pensionistas con bajos ingresos.
-
Condicionalidad a planes de inserción: finalmente, un rasgo fundamental de todos los programas de rentas mínimas ha sido la exigencia a los beneficiarios de estar inscritos como demandantes de empleo y firmar un plan de inserción socio-laboral por el que se comprometen a la participación en una serie de actividades de formación, orientación laboral, asesoramiento médico o psicológico, e incluso a la realización de trabajos comunitarios o de interés social, según los casos. La tipología y el grado de seguimiento y control de dichas actividades por parte de los servicios sociales o de empleo ha sido muy variable según las CC.AA. (Pérez-Eransus, 2005), y en muchas de ellas se han establecido diversos itinerarios dependiendo del perfil de empleabilidad de los beneficiarios. Del mismo modo, la mayoría de las CC.AA. han establecido convenios con empresas privadas dedicadas a la inserción laboral, generando todo un sector de actividad económica alrededor de estos planes de inserción.
Aunque sin duda se ha pretendido que esta condicionalidad a la inserción legitimase socialmente los programas de rentas mínimas, la efectividad de dichos planes y su eficiencia en cuanto al coste y beneficio han suscitado siempre importantes dudas. Las experiencias son diversas, y algunas políticas de inserción ligadas a los programas de rentas mínimas de ciertas CC.AA. parecen tener una efectividad más bien moderada (Ayala et al., 2016; De la Rica y Gorjón, 2017; Ivàlua, 2010; Pérez-Eransus, 2005; Riba et al., 2011), pero la evidencia no es concluyente y no existen estudios específicos para la mayoría de las CC.AA. Finalmente, dichos estudios no pueden arrojar luz sobre la pregunta fundamental de si las medidas de activación e inserción tendrían o no el mismo efecto en caso de ser un derecho de ejercicio voluntario, en lugar de un requisito para percibir la prestación.
El gasto en rentas mínimas
Los recursos presupuestarios agregados destinados a rentas mínimas por las diferentes CC.AA. han ido creciendo sostenidamente en el tiempo desde volúmenes muy bajos hasta los casi 1.500 millones de euros de 2016 (SiiS, 2018). Este crecimiento no se ha detenido ni siquiera durante los años de la crisis: de 2011 a 2013 se pasó de un total de 841 millones a 1.038 de euros. En el período 2008-2016, el gasto total se ha triplicado. Sin embargo, en términos reales, el crecimiento es mucho menor y la evolución resulta mucho más estable. Por otro lado, hay que situar este nivel de gasto en un contexto de mayores tasas de pobreza y exclusión. Los citados 1.500 millones quedan aún muy lejos de los aproximadamente 15.000 de euros que en ese mismo año se hubieran requerido para un sistema de renta garantizada que se aproximase a la eliminación de la pobreza (Fernández, 2015; Noguera, 2018b).
Las diferencias de financiación entre CC.AA. son de nuevo muy notorias, y el compromiso presupuestario no siempre es proporcional a las necesidades y a la población de cada comunidad: un ejemplo ilustrativo es el del País Vasco, que con una tasa de pobreza relativamente baja y sin ser una de las comunidades más pobladas, es responsable de un tercio del presupuesto global agregado en rentas mínimas en España; esa proporción llegaría al 40% si se le añade Navarra. Si contemplamos el gasto por titular de la prestación en 2016, de nuevo el País Vasco queda en la mejor posición, aunque en años recientes Cataluña y Asturias se le han acercado, hasta el punto de que la primera ha arrebatado el segundo puesto a Navarra. Sin embargo, en gasto por habitante tanto País Vasco como Navarra y Asturias quedan a mucha distancia de las demás CC.AA. (SiiS, 2018).
Cobertura e impacto sobre la pobreza y la inserción
Al igual que el gasto, el número de beneficiarios de las rentas mínimas a nivel nacional ha ido aumentando progresivamente, con una única caída durante los años más duros de la crisis, de 2011 a 2013, en la que probablemente tienen mucho peso comunidades como Cataluña, que expulsó de un plumazo a casi un tercio de los beneficiarios de su programa de renta mínima (Noguera, 2019b). En términos globales, de los 50.000 titulares a mediados de la última década del pasado siglo se ha pasado a los aproximadamente 350.000 de 2016 (siete veces más), que a su vez implicaban a unos 800.000 beneficiarios asociados. Los aumentos más pronunciados se observan durante el período inmediatamente previo a los recortes producidos por la crisis (2008-2011) y a partir de 2013, como respuesta a los efectos de la misma. Nuevamente programas como los del País Vasco o Cataluña son responsables en su mayor parte de estos incrementos recientes, pero también las reformas legales que algunas CC.AA. han llevado a cabo desde 2015. La distribución de beneficiarios por CC.AA. dista de ser siempre proporcional a su población o a su nivel de pobreza. De nuevo destaca el País Vasco, que concentra a una cuarta parte de los beneficiarios de todo el Estado, seguido de Andalucía, la comunidad más poblada, con un 16%, y de las comunidades de Cataluña y Madrid con alrededor de un 9% cada una. La tipología de beneficiarios (Ayala et al., 2016) no presenta sorpresas: predominan las mujeres, las personas con bajos estudios, desempleadas, solteras y de mediana edad, aunque es cada vez mayor la presencia de jóvenes e inmigrantes (que constituyen casi un 30% del total de los beneficiarios de estos programas).
Estas cifras, así como las de gasto, apoyan la idea de que, con todas sus insuficiencias, las rentas mínimas de las CC.AA. constituyen hoy en día un elemento en absoluto despreciable dentro de nuestro Estado del bienestar y, en buena medida, responsable de la contención de las situaciones más extremas de pobreza y exclusión en años recientes. A pesar de ello, y como se ha visto más arriba, no puede decirse que su impacto en cuanto a la reducción de la pobreza o la desigualdad en general sea muy voluminoso en comparación con el que tienen otras prestaciones monetarias como las pensiones o las prestaciones por desempleo (Ayala et al., 2016; CES, 2017).
Uno de los problemas de cobertura que suelen tener programas como las rentas mínimas es el del llamado take-up, es decir, el grado en el que los beneficiarios potenciales de las prestaciones las solicitan a pesar de cumplir los requisitos para recibirlas. La literatura sobre política social ha arrojado cierta evidencia sobre tasas de non take-up relativamente altas en algunos programas de prestaciones dirigidos a la población con bajos ingresos; las explicaciones que se han propuesto para el fenómeno son variadas: la falta de información, el miedo al estigma social, los costes de tiempo y esfuerzo sumados a la complejidad burocrática de algunas solicitudes, o el rechazo a someterse a los seguimientos y controles vinculados a un plan de inserción.
En el caso de las rentas mínimas, en España no existen datos ni estudios fiables sobre el take-up (Rodríguez Cabrero, 2015). La mera comparación entre las altas tasas de pobreza monetaria (un 22%) y la baja cobertura poblacional (que solo en Asturias, Navarra y el País Vasco supera el 1% de la población, con un máximo de casi el 4% en el caso vasco) llevaría a pensar que se trata de un fenómeno que alcanza un volumen muy abultado (Arriba, 2014; Fernández, 2015). Sin embargo, debe tenerse en cuenta que los numerosos requisitos y limitaciones establecidos en las leyes que regulan las RR.MM. excluyen como beneficiarios a un gran porcentaje de los hogares cuyos ingresos están por debajo del umbral de la pobreza. Algunos intentos de aproximarse a una estimación del take-up de las rentas mínimas son los de Ayala (2016), al calcular la ratio entre hogares beneficiarios de rentas mínimas y hogares sin ingresos según la EPA, o el de Sanzo (2018), que ha calculado el porcentaje de personas en riesgo de pobreza extrema que acaban obteniendo la prestación. Los resultados confirman lo ya sugerido por otros indicadores: en ambos casos, el take-up es bajo en la mayoría de las CC.AA., pero el País Vasco (con creces), Navarra y Asturias se sitúan en cabeza y a gran distancia del resto.
Los estudios de Sanzo ponen de manifiesto, además, que las CC.AA. pueden agruparse en función de qué proporción de gasto global destinan, y qué proporción de beneficiarios consiguen, en función de las tasas de pobreza extrema; al hacer este ejercicio, se muestra que el País Vasco, Navarra y Asturias gastan mucho más y en mucha más gente que la que correspondería a su proporción de población en extrema pobreza; mientras que exactamente lo contrario ocurre con el grupo formado por Baleares, Castilla-La Mancha, Murcia, Comunidad Valenciana, Andalucía y Canarias. En un lugar intermedio, pero más inclinadas hacia las primeras, se encuentran Aragón, Castilla y León, La Rioja, Cantabria, Galicia y Extremadura; mientras que las comunidades de Madrid y Cataluña se inclinarían más hacia las segundas.
Cabe preguntarse, por último, por el impacto de las rentas mínimas en cuanto a la inserción laboral de sus beneficiarios, una de sus funciones declaradas. En este sentido, resulta patente que los itinerarios de inserción de muchos programas no han satisfecho adecuadamente este objetivo en términos cuantitativos, pues solo alrededor de un 20% de los beneficiarios de los programas de inserción laboral tiene una salida «exitosa» (Ayala et al., 2016). Ello no obsta para que en algunas CC.AA. los pocos estudios realizados muestren que la participación en un itinerario de inserción específicamente laboral aumenta la probabilidad de encontrar empleo para los beneficiarios de rentas mínimas (De la Rica y Gorjón, 2017; Riba et al, 2011; Ivàlua, 2010); del mismo modo, no hay evidencia de que la percepción de la prestación desincentive significativamente la búsqueda y consecución de empleo por parte de los beneficiarios en comparación con el resto de los desempleados (De la Rica y Gorjón).
Un caso de éxito relativo: el País Vasco
Como ya se ha ido viendo en las secciones anteriores, de todos los programas autonómicos de rentas mínimas el del País Vasco ocupa un lugar destacado en todas las dimensiones de análisis. Por esta razón se ha hablado mucho de la experiencia vasca como el modelo a seguir por parte de otras CC.AA., aunque también es cierto que durante su evolución este programa ha experimentado diversas reformas y algunos retrocesos puntuales en la generosidad con la que se exigen algunos requisitos o condiciones. Quizá precisamente por su solidez y éxito relativo, el cuestionamiento del mismo desde diversos extremos del arco parlamentario y social ha contrastado con un cierto consenso tácito en el caso de programas mucho menos ambiciosos de otras CC.AA.. Sin embargo, y con todas las limitaciones que un programa de renta mínima de inserción, por su propia naturaleza, pueda tener, se trata de una experiencia que puede competir en numerosos terrenos con los mejores programas similares en la Unión Europea, y que, en algunas etapas, ha llegado a bordear de facto su conversión en una auténtica renta garantizada con amplia cobertura y laxas condiciones de conducta.
En efecto, y como se ha ido señalando, prácticamente todos los indicadores disponibles sobre cobertura poblacional, intensidad protectora y gasto sitúan la Renta de Garantía de Ingresos (RGI, actual denominación oficial de la renta mínima vasca) a la cabeza de las rentas mínimas autonómicas, a gran distancia de las demás. Como los estudios de Sanzo (2013, 2018) han puesto de relieve, los resultados son impresionantes en algunos aspectos. Por ejemplo:
-
La RGI llegó a cubrir durante el período 2011-2014 a más del 73% de las personas que manifestaban alguna carencia económica grave según la Encuesta de Condiciones de Vida, frente a un 7,8% de media en el conjunto del Estado, un 7,3% en la Comunidad de Madrid o un 5,4% en Cataluña.
-
La ratio entre beneficiarios de la RGI y personas en condiciones de pobreza severa (con ingresos por debajo del 40% de la mediana) ha alcanzado un 160%, frente a un 17,7% de media en España. En este indicador, el País Vasco puntúa mejor que países como Alemania o el Reino Unido, y se encuentra a poca distancia de los Países Bajos o Dinamarca.
-
El 95,5% de las personas bajo el umbral del 50% de la renta mediana era beneficiaria de la renta mínima vasca, por un 11,5% de media en España.
-
En buena parte como resultado de la RGI, y cuando se compara con los países de la Unión Europea, el País Vasco queda en la segunda mejor posición tras Suecia en la proporción de personas que no pueden hacer frente a gastos imprevistos.
La RGI ha destacado además por dos rasgos diferenciales que la singularizan históricamente respecto del resto de los programas de rentas mínimas autonómicos: las ayudas complementarias por vivienda, que complementan la prestación básica para numerosos beneficiarios, y el complemento de estímulo al empleo para aquellos beneficiarios y trabajadores en general que no alcancen un umbral de ingresos por trabajo. El estímulo al empleo, que permite no computar las rentas provenientes del trabajo hasta cierto umbral para determinar el derecho a la prestación, tiene por doble objetivo eliminar el desincentivo laboral asociado a la trampa de la pobreza en bajos tramos de ingresos, así como la protección del creciente contingente de trabajadores con ingresos bajo el umbral de la pobreza (Zalakaín, 2014). Este importante complemento de la RGI fue introducido de manera pionera en el programa en 1998: piénsese que los primeros tax credits británicos (una medida similar de complemento de los salarios bajos) fueron aprobados en el año 2002, y que diversos países de la Unión Europea han ido aprobando medidas similares en sus sistemas de garantía de rentas durante toda la década posterior (siendo España una de las pocas excepciones en este sentido). Con el tiempo, los estímulos al empleo (o complementos salariales, si se prefiere denominarlos así) han ido cobrando importancia presupuestaria y extendiéndose a un porcentaje apreciable de beneficiarios del programa. Recientemente, otras CC.AA. han ido abriendo la puerta a la introducción de complementos similares en sus programas de rentas mínimas.
La RGI del País Vasco se configura, por tanto, como un caso de estudio importante para el análisis comparado de los programas de garantía de rentas en Europa y en el mundo. Su relativo éxito no hubiera sido posible sin la confluencia de una multiplicidad de factores económicos, políticos, técnicos y sociales. Aunque pueda existir la tentación de pensar que el especial régimen fiscal de que goza esta comunidad explica en gran parte la robustez de su renta mínima, debe tenerse en cuenta que dicho régimen no arrojaba resultados tan beneficiosos cuando el programa se puso en marcha, que otras comunidades (como Navarra) con similar capacidad económica por volumen de población y similares necesidades sociales no han mostrado un compromiso comparable durante estos treinta años, y que el esfuerzo presupuestario en gasto por habitante destinado a la RGI sigue siendo con distancia desproporcionadamente alto incluso en relación con la financiación de que dispone la comunidad. Nada de todo ello se explica, por tanto, sin un cierto compromiso continuado de responsables políticos de muy distintos partidos, sin la presión de una sociedad civil y unas organizaciones sociales movilizadas a favor de la cohesión social, y, debe decirse también, sin un equipo técnico de altísima calidad y férreo compromiso con la solidez del programa y su continuidad.
2. Escenarios de reforma: ¿hacia una renta garantizada en España?
Modelos de garantía de rentas mínimas: una tipología
El balance realizado en las páginas anteriores arroja claroscuros en el panorama de las rentas mínimas en España, en el contexto de un sistema más amplio de garantía de rentas. A pesar de algunos casos de éxito comparativo (como el País Vasco, o, en menor medida y más recientemente, Navarra o Asturias), el paisaje general muestra graves insuficiencias y una acusada fragmentación y disparidad de niveles de protección y criterios de diseño. Por estas razones, desde hace muchos años diversos estudiosos e implementadores de estas políticas llevan clamando por un replanteamiento del sistema de garantía de rentas en España en la línea de alcanzar una mayor coordinación, coherencia, cobertura e intensidad protectora. Diversas propuestas alternativas a las rentas mínimas de inserción han sido puestas encima de la mesa en el debate público y académico, generándose una cierta confusión tanto terminológica como conceptual sobre la definición de distintos modelos de garantía de rentas y sobre los pasos que deberían acometerse desde el sistema actual para transitar a un modelo diferente, o bien, como parece más aconsejable, a una combinación de varios de ellos.
En efecto, a menudo no se distingue adecuadamente entre diversas políticas de garantía de ingresos mínimos. Aunque es deseable evitar la confusión conceptual y terminológica, también es importante comprender que las diferencias tipológicas entre las mismas pueden en la práctica reducirse muchas veces a una cuestión de grado de condicionalidad en función de dos variables fundamentales (dejaremos ahora de lado, por simplicidad, el grado de individualización de la prestación).
La primera variable tiene que ver con el grado de condicionalidad en función de la renta, y con la cuestión de si las prestaciones económicas deben estar más o menos destinadas a la población con rentas bajas o inferiores al umbral de la pobreza; cuanto más lo estén, más exigentes o fuertes son las condiciones de renta que deben cumplirse para ser beneficiario.
La segunda variable se refiere al grado de condicionalidad conductual, normalmente centrada en la conducta laboral pasada, presente o futura. La inmensa mayoría de los programas existentes establecen condiciones conductuales, aunque su naturaleza y nivel de exigencia puede variar considerablemente: desde la simple y casi voluntaria aceptación de una oferta de empleo «adecuada» (como ocurre en algunos programas de protección a los desempleados), hasta la realización obligatoria de trabajos públicos (como en el workfare anglosajón), pasando por el compromiso con itinerarios de inserción que incluyen actividades formativas o de búsqueda activa de empleo (como en los programas de rentas mínimas de inserción).
Cruzando estas dos variables, y asumiendo alguna distinción categórica entre condiciones más fuertes y más débiles, podemos obtener una sencilla clasificación de programas de garantía de rentas que arroja cuatro tipos básicos (tabla 1).
La primera modalidad, que incluiría a las Rentas Mínimas de Inserción (RMI) y otras prestaciones asistenciales para desempleados, aunaría condiciones fuertes tanto de renta como de conducta. Relajando las condiciones laborales o de conducta, transitaríamos a un programa de Renta Garantizada (RG) en el que se mantendría la condición de renta pero eliminando o haciendo muy laxas las condiciones de inserción laboral (aunque puedan mantenerse programas voluntarios con ese objetivo); también los programas de pensiones no contributivas condicionadas a la carencia de rentas encajarían en este cuadrante. A la inversa, relajando el requisito de carencia de rentas, nos dirigiríamos a una política de Complementos Salariales (CS) o créditos fiscales para trabajadores con salarios hasta un determinado umbral, que funcionan a la vez como incentivo laboral en bajos tramos salariales y como apoyo a los trabajadores pobres (aunque en muchos países se han extendido a familias con rentas medias). En este caso, existe una estricta condición laboral para ser beneficiario (se debe tener empleo), aunque la condición de rentas es más laxa, dado que el nivel de ingresos en que se deja de percibir el crédito puede ser relativamente generoso. La cuarta y última alternativa es una Renta Básica (RB) universal que no incorpora ninguno de los dos tipos de condicionalidad.
Puede entenderse ahora que, bajo un cierto punto de vista, tanto una RG como un CS puedan verse como «pasos intermedios» desde un modelo de RMI como el habitual en la mayoría de los países europeos hacia un modelo de RB: en el primer caso (RG), se estaría eliminando la condición de conducta, mientras que en el segundo (CS) se estaría relajando la condición de renta. Con una combinación de ambas propuestas, por tanto, la diferencia con una RB podría reducirse estrictamente al grado de individualización y a la tasa impositiva marginal implícita sobre los ingresos adicionales.
Las propuestas que algunos partidos políticos y organizaciones sociales llevan tiempo haciendo en España, y muchos debates públicos al respecto durante los últimos años, van precisamente en esa dirección: la de transitar paulatinamente desde el modelo de RMI de los actuales programas de las CC.AA. a un modelo de RG (que relaje la condicionalidad conductual de las prestaciones y amplíe la cobertura a todos aquellos hogares que se encuentren por debajo del umbral mínimo de ingresos establecido), a la vez que se abre la posibilidad de introducir medidas de CS como las ya existentes desde 1998 en el País Vasco y en muchos otros programas en la Unión Europea (Noguera 2017a, 2018b, 2019a).
¿Una nueva generación de rentas mínimas en España?
El hecho es que en muchas CC.AA. del Estado se están poniendo en marcha reformas de los programas tradicionales de rentas mínimas que aumentan tanto la generosidad como la incondicionalidad de dichas prestaciones, al mismo tiempo que se introducen interesantes innovaciones en su diseño y gestión. Esto supone sin duda una tendencia a contracorriente de lo que ha sido la tónica habitual (con pocas excepciones) en nuestro país, pero también, en cierto modo, a nivel europeo, pues hoy día observamos más bien un preocupante giro hacia una mayor condicionalidad laboral y un recorte de la cobertura (como, por ejemplo, es el caso del universal credit británico).
Las susodichas reformas, sin embargo, se están haciendo con relativa discreción y sin obtener la proyección mediática que algunas otras experiencias han atraído (como los experimentos piloto sobre «renta básica universal» realizados en Finlandia, Países Bajos y otros países), cuando en realidad introducen medidas muy similares, con la ventaja de aplicarlas dentro de una política real, y no en un piloto experimental a una pequeña muestra de población. Es de esperar que los resultados de muchas de estas reformas (si su implementación no se frustra) ofrecerán, en unos pocos años, mucha información de calidad para responder a algunas de las preguntas que aún no tienen respuesta concluyente respecto de la efectividad de los programas de rentas mínimas en función de su diseño.
La tabla 2 intenta resumir algunas de las características más innovadoras de las nuevas rentas mínimas en España a partir de algunas reformas legales desde 2015. El color político de los gobiernos que las implementan es variopinto: desde gobiernos de partidos nacionalistas apoyados por nuevos y viejos partidos de izquierda (Navarra), pasando por gobiernos de coalición o acuerdos parlamentarios que incluyen a Podemos y otros partidos de izquierda en torno al PSOE (Aragón, Baleares, Comunidad Valenciana), hasta algún gobierno del PP con apoyo de Cs (La Rioja), e incluso experiencias nacidas en una Iniciativa Legislativa Popular independiente de los partidos (Cataluña). Se incluyen aquellas que ya cuentan con una ley reciente aprobada al respecto, o al menos un proyecto de ley en tramitación (como es el caso de Aragón o Castilla-La Mancha). Finalmente, se incluye también al País Vasco como punto de referencia y programa pionero en muchas de las nuevas reformas.
Sin embargo, uno de los primeros hechos que la tabla permite comprobar es que el caso del País Vasco, aunque sin duda siga siendo el más avanzado en cuanto a intensidad protectora y cobertura, quizá esté siendo superado ya en cuanto a innovaciones en el diseño de los programas y relajación de algunos requisitos para cobrar las prestaciones. Por ejemplo, si bien mantiene su papel pionero en cuanto a la lucha contra la trampa de la pobreza y la compatibilidad de las rentas mínimas con los salarios bajos, sigue condicionando la prestación a la activación laboral y las medidas de inserción, algo que otras CC.AA. están relajando e incluso eliminando, para convertir dichas medidas en algo voluntario e incluso incentivado económicamente.
Todas las CC.AA. incluidas en la tabla articulan sus rentas mínimas como un derecho subjetivo, no dependiente de disponibilidad presupuestaria, evitando así la discrecionalidad política al respecto. Todas otorgan también una duración indefinida (aunque sujeta a renovaciones periódicas) al cobro de la prestación mientras se mantenga la insuficiencia de ingresos. Es reseñable asimismo que muchas de ellas aprueben el silencio administrativo positivo para las solicitudes: en caso de no respuesta de la administración en el plazo legal fijado, se entiende concedida la prestación.
En el capítulo de las innovaciones aún no tan frecuentes, el programa navarro es el único que introduce un mecanismo automático de indexación independiente de decisiones políticas, al vincular la actualización de la prestación a indicadores como el IPC y el salario medio, en vez del SMI o el IPREM. La nueva renta mínima de la Comunidad Valenciana incluye dos medidas de notable ambición: el automatismo en el acceso a ayudas adicionales (becas de comedor, prestaciones farmacéuticas, gastos escolares, etc.) para los beneficiarios, y el establecimiento de una modalidad de prestación que ni siquiera está condicionada a la disposición a aceptar ofertas de empleo (como lo siguen estando en el resto de los programas). Encontramos también innovaciones muy interesantes en cuanto a la integración fiscal de las prestaciones en el caso navarro, un tema sobre el que se ha avanzado poco en España y que merecería un estudio aparte (Hermida y Noguera, 2013; Noguera, 2018a).
Sin embargo, seguramente los dos tipos de medidas de mayor calado que la mayoría de las nuevas rentas mínimas introducen sean la incondicionalidad (en diversos grados o modalidades) de la prestación respecto de la firma de un plan de inserción, algo que resultaba políticamente impensable hace solo una década, y el combate contra la trampa de la pobreza, permitiendo a los beneficiarios que acumulen a la prestación una cierta proporción de los ingresos salariales de que dispongan hasta un tope variable, algo que, si se articulase por la vía fiscal, estaría en la línea de los créditos fiscales para trabajadores que, como se apuntó anteriormente, se han extendido por diversos países europeos durante las últimas dos décadas (Zalakaín, 2014; Noguera, 2018a).
Todas estas medidas, muchas aún tímidas, abren ventanas de oportunidad para ir acercando los programas de rentas mínimas a auténticas rentas garantizadas (condicionadas únicamente a la insuficiencia de ingresos), y aproximan también dichos programas a algunos interesantes aspectos contenidos en la propuesta de la renta básica universal. De este modo, muestran que son posibles avances concretos que repercutan en una mejora palpable de las condiciones de vida de los hogares más castigados por la crisis, y que el debate sobre los modelos de garantía de rentas es más fértil cuando se plantean las condiciones de acceso a las prestaciones como una cuestión de grado de incondicionalidad, más que de todo o nada. Por último, atestiguan que es posible hacer progresos desde administraciones sub-estatales como las CC.AA., que, una vez más, realizan una contribución importante a la lucha contra la pobreza, rellenando lagunas que deja la ausencia de una garantía de rentas adecuada a nivel estatal.
3. Conclusiones: retos de futuro de las rentas mínimas en España
Las patentes insuficiencias y limitaciones del actual sistema de rentas mínimas en España, así como la proliferación de propuestas y experiencias de reforma de las mismas en contextos locales, regionales, estatales e internacionales, ponen de manifiesto algunos de los retos fundamentales que estas políticas deberán afrontar en el futuro próximo si realmente cumplen con su función principal de lucha contra la pobreza en nuestro país. A modo de conclusión, se enumeran a continuación algunos de esos retos:
-
Predistribución: la mejor manera de no tener que destinar cuantiosos recursos en forma de garantía de rentas para la población en situación de pobreza es favorecer una distribución primaria de la renta disponible que minimice el volumen de población en dicha situación (Noguera 2017b). Los programas de rentas mínimas afrontan el reto de su coordinación con medidas predistributivas como la dignificación del salario mínimo, una regulación del mercado de trabajo que contrarreste las tendencias a la precarización y la polarización, el combate contra la pobreza laboral y una política de vivienda que impida que los precios de los alquileres absorban cualquier mejora en la garantía de rentas en las grandes ciudades.
-
Derecho subjetivo efectivo: una garantía de renta ciudadana como la establecida en muchos estatutos de autonomía y en muchas leyes de renta mínima no debería estar sujeta a discrecionalidad administrativa alguna, sino únicamente al cumplimiento de los requisitos legales en función de la necesidad social y económica.
-
Cobertura: probablemente uno de los retos más importantes que el sistema de garantía de rentas español tiene por delante es el aumento efectivo de la cobertura a todos los hogares en situación de pobreza monetaria y exclusión, pero ello exige, además de un importante esfuerzo presupuestario, la simplificación y relajación de muchos requisitos y condiciones que subsisten en la mayoría de las leyes de rentas mínimas existentes.
-
Suficiencia: la cuantía de la mayoría de las rentas mínimas de nuestro país debería tender a crecer sustancialmente si estas han de tener la intensidad protectora suficiente como para situar a los beneficiarios por encima del umbral de la pobreza. La consideración de los umbrales de pobreza relativa a nivel autonómico (y no estatal) puede ser una manera de hacer el coste de este aumento más asumible para algunas CC.AA., aunque también supondría apuntar a un mayor esfuerzo por parte de las CC.AA. con una mediana de renta disponible más alta. Un sistema de indexación adecuado y no dependiente de discrecionalidad política, así como unas escalas de equivalencia actualizadas para los miembros adicionales del hogar son también elementos básicos para la suficiencia de las prestaciones.
-
Individualización: la creciente heterogeneidad e inestabilidad de las formas de convivencia y tipologías de familia aconseja explorar vías para una mayor individualización de las rentas mínimas. Sin llegar necesariamente a la individualización total, que acercaría los programas a una Renta Básica universal y exacerbaría su actual coste económico, es posible permitir que la prestación reconocida a cada hogar pueda dividirse entre los miembros adultos del mismo, por ejemplo, en función de su renta disponible individual. También hay margen para revisar el período exigible de constitución de una vivienda independiente para algunos colectivos.
-
Control: la comprobación de si existe derecho a percibir la prestación debe replantearse en la línea de evitar controles humillantes e invasivos, tendiendo a centrarse en la comprobación, por vías impersonales, de si se cuenta o no con rentas y recursos suficientes. La interoperabilidad de los registros y bases de datos de las diferentes administraciones públicas y sus organismos es fundamental a este respecto.
-
Condicionalidad y activación: es imperioso profundizar en el debate de si la percepción de las rentas mínimas debe estar estrictamente condicionada a conductas de activación o inserción, en lugar de simplemente a la carencia de rentas suficientes, planteando el resto de las actividades como un derecho más, que se ejercerá a criterio último del beneficiario (sin perjuicio del asesoramiento y asistencia de los servicios sociales y de empleo en este sentido). Asimismo, debe explorarse con más valentía la compatibilidad de las rentas mínimas con los ingresos salariales hasta un umbral alrededor del salario mínimo, para eliminar la pobreza laboral y la trampa de la pobreza. El análisis de los pilotos que se están llevando a cabo, y de las últimas reformas en este sentido de algunos programas de rentas mínimas en España, puede arrojar evidencias útiles a la hora de alejar dichos debates de prejuicios ideológicos y moralistas.
-
Viabilidad financiera y coordinación entre administraciones: los cuantiosos recursos necesarios para la reducción sustancial de los niveles de pobreza requieren un compromiso presupuestario que difícilmente está al alcance de la mayoría de las CC.AA. (aunque sea cierto que muchas pueden hacer un esfuerzo superior al actual). En este sentido, sería deseable explorar vías de garantía estatal básica mediante la ampliación de coberturas de la Seguridad Social o, alternativamente, medidas de integración fiscal e impuesto negativo; en ese escenario, las CC.AA. podrían vehicular sus recursos a la complementación y ampliación de esa garantía y hacia necesidades más específicas que sus administraciones están mucho mejor posicionadas para implementar que la estatal, por su mayor cercanía y experiencia con los diversos colectivos de beneficiarios.
-
Gestión: los programas de rentas mínimas tienen por delante también el reto de disminuir los trámites burocráticos para los beneficiarios y solicitantes, separar las actividades de inserción laboral del seguimiento de los servicios sociales y explorar la integración de las prestaciones con la fiscalidad personal, de manera que se minimicen las inconsistencias de protección actualmente existentes entre ambos sistemas (Hermida y Noguera, 2013; Fernández, 2015; Noguera, 2018a).
-
Respeto competencial: la complejidad de la organización territorial en España conduce a ser especialmente cuidadoso con la distribución de competencias en un tema como el de las rentas mínimas. Un principio importante de cualquier reforma global a nivel estatal debería ser el respeto a las competencias que en materia de asistencia social el artículo 148 de la Constitución asigna a las comunidades autónomas. El espíritu de cualquier reforma de ese tipo debería apuntar a una base estatal común sobre la cual las comunidades autónomas pudieran reorientar, si así lo desean, su actual esfuerzo en materia de rentas mínimas hacia la complementación económica de dicha base, las medidas de inserción social y laboral, o la atención a situaciones, colectivos y necesidades que hoy en día no se encuentren suficientemente cubiertas por los programas existentes. En este sentido, la coordinación entre los diferentes niveles de la Administración sería sin duda deseable.
-
Finalmente, la perspectiva de género debe constituirse también como principio regulador de cualquier programa de garantía de ingresos mínimos. En este sentido podrían interpretarse las medidas mencionadas hacia una mayor individualización de las rentas mínimas que pueda otorgar más independencia material a todos los miembros del hogar, y especialmente a las mujeres. También en esta dirección cabe establecer excepciones en cuanto al período requerido de constitución de vivienda independiente en los casos de procesos de separación o divorcio, o de violencia de género, como ya hacen muchos programas. También ha de tenerse en cuenta el hecho de que el 83% de los hogares monoparentales están encabezados por mujeres a fin de establecer complementos específicos para este tipo de hogares.
Encarar todos estos retos, avanzando hacia un auténtico sistema de Renta Garantizada de ciudadanía, parece la única manera viable a medio plazo de acercarnos al objetivo de la erradicación de la pobreza en nuestra sociedad, sin dejar de abrir ventanas de oportunidad para propuestas y debates sociales más ambiciosos como el planteado por las propuestas de Renta Básica universal. Con compromiso cívico, voluntad política y buen asesoramiento técnico, hay un margen importante para las reformas en la dirección de una mayor incondicionalidad, cobertura y suficiencia de los programas de garantía de renta mínima existentes, logrando mejoras paulatinas y generando consensos amplios.
4. Referencias
AGUILAR, M., M. GAVIRIA, y M. LAPARRA (1995): La Caña y el Pez: Estudio sobre los Salarios Sociales en las Comunidades Autónomas, Madrid: FOESSA.
ARRIBA, A. (2014): «El papel de la garantía de mínimos frente a la crisis», VII Informe sobre exclusión y desarrollo social en España, Fundación Foessa: Madrid.
AYALA, L. (2000): Las rentas mínimas en la reestructuración de los estados de Bienestar. Un análisis económico desde una perspectiva comparada, Madrid: Consejo Económico y Social.
AYALA, L. (2016): «El gasto público en programas de lucha contra la pobreza: tendencias, determinantes y necesidades de reforma», Papeles de Economía Española 147.
AYALA, L. et al. (2018): Informe sobre necesidades sociales en España. Bienestar económico y material, Barcelona: Observatorio Social de “la Caixa”.
AYALA, L. y J. RUIZ-HUERTA (2018): Tercer Informe sobre la Desigualdad en España, Madrid: Fundación Alternativas.
AYALA, L., A. HERRERO y J. MARTÍNEZ-VÁZQUEZ (2018): «Welfare Benefits in Highly Decentralized Fiscal Systems: What is the role of yardstick competition?», Equalitas Working Paper, 56.
AYALA, L., J.M. ARRANZ, C. GARCÍA SERRANO y L. MARTÍNEZ VIRTO (2016): El sistema de garantía de ingresos en España: tendencias, resultados y necesidades de reforma. Proyecto PROGRESS, Madrid: Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social.
CANTÓ, O. y L. AYALA (2014): Políticas públicas para reducir la pobreza infantil en España, Madrid: UNICEF Comité Español.
CES (2017): Informe sobre políticas públicas para combatir la pobreza en España, Madrid: Consejo Económico y Social.
CREPALDI, C. (coord.) (2017): Minimum Income Policies in EU Member States, Bruselas: European Parliament.
DE LA RICA, S. y L. GORJÓN (2017): «Assessing the Impact of a Minimum Income Scheme in the Basque Country», Working Paper Fedea, Estudios sobre la Economía Española - 2017/16.
EUROSTAT (2018): Living Conditions in Europe. 2018 Edition, Bruselas: Comisión Europea.
FERNÁNDEZ, G. (coord..) (2015): Hacia un sistema más inclusivo de garantía de rentas en España, Madrid: Fundación FOESSA-Cáritas.
FLORES MARTOS, R. (coord.) (2016): La transmisión intergeneracional de la pobreza: factores, procesos y propuestas para la intervención, Madrid: Fundación FOESSA–Cáritas.
HERMIDA, P. y NOGUERA, J.A. (2013): «La integración de impuestos y prestaciones: una vía innovadora para la reforma de la protección social», Documentación Social, 169.
IVÀLUA(2010): Programa Interdepartamental de la Renda Mínima d’Inserció. Informe final d’avaluació, Barcelona, Generalitat de Catalunya.
LLANO ORTIZ, J.C. (2018): El estado de la pobreza. Seguimiento del indicador de pobreza y exclusión social en España (2008-2017), Madrid, EAPN España.
NATILI, M. (2017): «Explaining different trajectories of minimum income schemes: Groups, parties and political exchange in Italy and Spain», Journal of European Social Policy, 28(2).
NOGUERA, J.A. (2017a): «Modelos de políticas de garantía de rentas contra la pobreza», en M. KÖLLING y P. MARÍ-KLOSE (eds.): Los retos del Estado del bienestar ante las nuevas desigualdades, Zaragoza: Fundación Manuel Giménez Abad.
NOGUERA, J.A. (2017b): «Redistribución, predistribución y garantía de rentas», en J. ZALAKAÍN y B. BARRAGUÉ (coords.): Repensar las políticas sociales: predistribución e inversión social, Madrid: Editorial Grupo 5 - Kutxa Fundazioa.
NOGUERA, J.A. (2018a): «El bienestar fiscal y la integración de impuestos y prestaciones», en F. CAMAS y G. UBASART (eds.): Manual del Estado de bienestar y políticas sociolaborales, Barcelona: Huygens.
NOGUERA, J.A. (2018b): «The Political Debate on Basic Income and Welfare Reform in Spain», Social Policy & Society, 18(2).
NOGUERA, J.A. (2019a): «La Renta Básica universal: un estado de la cuestión», VIII Informe FOESSA sobre Inclusión y Desarrollo Social en España. Madrid, Fundación FOESSA (en prensa).
NOGUERA, J.A. (2019b): «Renda mínima i pobresa: ni protecció ni inserció», en R. GOMÀ y J. SUBIRATS (eds.): Canvi d’època i de polítiques públiques a Catalunya, Barcelona: Galàxia Gutenberg.
NOGUERA, J.A. y G. UBASART (2003): «Las políticas de rentas mínimas de las Comunidades Autónomas», en R. GALLEGO,
R. GOMÀ y J. SUBIRATS (eds.): Estado de Bienestar y Comunidades Autónomas. La descentralización de las políticas sociales en España, Barcelona: Tecnos-UPF.
PÉREZ-ERANSUS, B. (2005): Políticas de Activación y Rentas Mínimas, Madrid: Fundación Foessa.
RIBA, C., X. BALLART y J. BLASCO (2011): «Minimum Income and Labour Market Integration Processes: Individual and Institutional Determinants», Revista Española de Investigaciones Sociológicas, 133.
RODRIGUÉZ CABRERO, G. (coord.) (2015): ESPN Thematic Report on Minimum Income Schemes: Spain, Bruselas: Comisión Europea.
SANZO, L. (2013): «La política de garantía de ingresos en Euskadi», Zerbitzuan, 53.
SANZO, L. (2018): «The Different Regional Models of Welfare in Spain», ponencia presentada en la FISS 2018 Conference, Sigtuna.
SiiS-Centro de Documentación y Estudios (2018a): Características básicas de las prestaciones de garantía de ingresos en las Comunidades Autónomas. Estudio comparativo, Donostia: Fundación Eguía Careaga.
SiiS-Centro de Documentación y Estudios (2018b): Características básicas de las prestaciones de ingresos mínimos en los países de la Unión Europea. Panorama comparativo, Donostia: Fundación Eguía Careaga.
UNICEF-Centro de Estudios Económicos Tomillo (CEET) (2015): Escenarios alternativos de políticas de infancia en España, Madrid: Fundación Tomillo.
ZALAKAÍN, J. (2014): «El papel de los sistemas de garantía de ingresos en el abordaje de la pobreza en el empleo: la experiencia del País Vasco», Lan Harremanak, 31.
1.
La pobreza monetaria, que es el concepto que se utilizará aquí, es definida por el INE como la condición de aquellos hogares cuyos ingresos disponibles se encuentran por debajo del 60% de la mediana, aplicando una escala de equivalencia para los diferentes miembros del hogar de 0.5 para los miembros adultos a partir del segundo y 0.3 para los menores de 14 años (escala OCDE modificada).
↵2.
Véanse, por ejemplo, los siguientes: Arriba (2014), Ayala, Arranz, García Serrano y Martínez Virto (2016), Ayala et al. (2018), Ayala y Ruiz Huerta (2018), Cantó y Ayala (2014), CES (2017), Crepaldi (2017), EUROSTAT (2018), Fernández (2015), Flores Martos (2016), Llano Ortiz (2018), Rodríguez Cabrero (2015), SiiS (2018a) y UNICEF-CEET (2015).
↵Clasificación
Etiquetas
Temáticas
Contenidos relacionados
Desigualdad y sistemas de protección social en Europa
El sistema de protección social español es menos redistributivo que los de otros países de la UE. ¿Qué reformas podrían contribuir a reducir la desigualdad económica en España?
Clases particulares y desigualdad económica en España
Un 33% del alumnado con menos capacidad económica acude a clases particulares, en contraste con el 57% del alumnado del perfil más alto. Los diferenciales en la participación de actividades extraescolares en cuanto a la capacidad económica se hacen más amplios en la ESO.
¿Cómo son las condiciones laborales y de vida de los artistas y profesionales de la cultura?
¿Se puede vivir del arte? Según este estudio, más de la mitad de los profesionales perciben dificultades a la hora de vivir de su trabajo y el 60% declaran ganar menos de 1.500 euros. El colectivo más vulnerable es el de los artistas jóvenes.
Desigualdades en la investigación sobre las desigualdades de la covid-19: ¿quién tenía la capacidad de respuesta?
¿Existió desigualdad en la investigación sobre las desigualdades de la covid-19?Lo analizamos en este estudio comparativo centrado en la producción y distribución de investigaciones y las colaboraciones entre países.
Incertidumbre laboral y preferencias por la redistribución de ingresos
La dualidad entre contratos temporales y permanentes condiciona el mercado de trabajo en España y genera diferencias de seguridad laboral e ingresos. ¿Qué impacto tiene sobre las preferencias de redistribución de la población?