El tejido económico en España ha experimentado cambios tras la crisis económica y financiera iniciada en 2008, siendo el más significativo el enorme declive del empleo en la construcción. Sin embargo, tras cuatro años de recuperación, una parte importante del tejido empresarial sigue sustentándose en actividades y empleos de escaso valor añadido, escasa inversión en innovación (como hostelería, comercio y servicios asistenciales), algunos de ellos sujetos a una elevada estacionalidad. La paradoja del modelo productivo español es que, pese a estas características, el empleo generado resulta insuficiente, pues así lo muestran las elevadas cifras de paro y otros indicadores, como la emigración, el subempleo o las personas que desisten de buscar trabajo.
Esta evolución, que en los aspectos apuntados distingue a España de otros países del entorno, solo parcialmente es compensada por un mayor empleo en los últimos años en servicios públicos (actividades sanitarias y educación) y en determinadas actividades profesionales (básicamente en servicios de asesoramiento y asistencia prestados a empresas).
El nivel de estudios de la población en España ha cambiado radicalmente desde hace ya unos años; no obstante, en el mundo laboral los cambios son mucho más modestos, lo que pone en evidencia el desajuste entre oferta y demanda ante las pocas exigencias profesionales de muchos de los puestos de trabajo, tanto los existentes como los nuevos. La economía española se fundamenta, pues, en una estructura empresarial que se muestra incapaz de absorber el potencial de conocimientos (estudios), sobre todo de los jóvenes, y que, por tanto, puede tener dificultades de adaptación ante el reto de la revolución digital.
Pero si el empleo que se genera es insuficiente, a ello hay que añadir que en una gran parte es de escasa calidad. Las elevadas tasas de temporalidad, el empleo a tiempo parcial no deseado, la inseguridad ocupacional y profesional o los bajos salarios son aspectos que permiten hablar de precariedad en el empleo. De ahí que pueda decirse que el modelo de crecimiento dominante en España redunde en un aumento de las desigualdades, cuyos rasgos más preocupantes son la persistencia en el desempleo, la vulnerabilidad o inseguridad en el empleo y el aumento de la tasa de pobreza también entre los ocupados.
Puede concluirse que se trata de una estructura productiva difícilmente sostenible, que requiere un cambio hacia una economía más sustentada en el conocimiento. Existe bastante consenso, además, en considerar que la revolución digital va a suponer un reto importante para el futuro del país, para las empresas, para el empleo y para el bienestar (Eurofound, 2017).
De ahí se desprende que son necesarias políticas dirigidas a revertir la situación actual de la economía española y de su mercado laboral, con estímulos que permitan avanzar hacia una sociedad del conocimiento y con cohesión social, que generen puestos de trabajo suficientes y de calidad. Con este fin se precisa, por una parte, la adopción de políticas laborales que mejoren la ocupación; también políticas sociales que hagan frente a los problemas derivados de las desigualdades sociales y de la pobreza; y, asimismo, políticas que anticipen los cambios con el fin de propiciar una transformación tecnológica que sea inclusiva, como apunta el Consejo Económico y Social de España, también en el terreno del empleo y de las relaciones laborales (CES 2017). Es indispensable en este sentido una firme apuesta por la innovación y el conocimiento en el conjunto del tejido económico empresarial, en línea con la declaración de los agentes sociales que apelan a un compromiso de Estado que contribuya a que España alcance el objetivo marcado por la Unión Europea de incrementar al menos hasta el 20% del peso de la industria en el conjunto del PIB en el año 2020.
En definitiva, el país debe optar entre una economía sustentada en actividades de escaso valor añadido, uso bajo o medio bajo de la tecnología y bajos salarios, o bien impulsar una transformación progresiva con la potenciación de actividades y ocupaciones más cualificadas, de mayor valor añadido, en principio menos expuestas a los impactos de la revolución digital y más acordes con una sociedad del conocimiento. Solo esta segunda opción permitirá competir en el nuevo contexto internacional, no por los bajos costes de servicios y productos, sino por su calidad. Si la primera opción produce un aumento de las desigualdades sociales, la segunda deberá redundar en la mejora del bienestar y en una mayor cohesión social.